Sé
que, dependiendo de la música que suene en el momento en el que me venga la inspiración,
mis palabras tienen un color u otro. Como la cocina, la alquimia del amor y
todas las artes que implican encontrar un equilibrio, la percusión y los solos
de guitarra son las especias que me saben a ti. Potentes en el paladar,
pidiendo que exhale un verso por cada segundo que nos pienso.
"un mes, un tema, y así te conquisto.
A este ritmo en un año te dedico un disco".
Porque con todas las veces
al día que cautivas mi mente, podría escribirte siete vidas de melodías
agridulces. Unas que te acaricien la nuca y te hagan cerrar los ojos como
cuando te tumbas entre mis brazos. Otras tan afiladas que te griten la verdad que
guardamos por el rencor de habernos perdido. Finalmente, supongo que en
aquellos meses separados por un océano, solo se podrá escuchar el mismo sonido
que hacían las playas del mediterráneo mientras nos despedíamos. Y vacío.
Di que todo se
mitiga.
Antes el tiempo lo hacía.
Inherente a una aparición divina.
Y
no te voy a mentir: me encanta correr en direcciones montañosas. Y lejos, sobre
todo muy lejos. Pero siempre que corro, aparezco junto a ti y me veo mucho más
feliz. Como si aún llevásemos el vestido verde y esa corbata tuya tan bien
elegida a juego con tu sonrisa. Descalzos. Bailando en círculos. ¿Sabes qué
pensé en ese momento? Que no quería olvidarme de ti en toda mi vida. Que quería
contar la historia de cómo nos conocimos por casualidad; y que no importa si es
en Londres, Noruega, o un lago en Ruidera; mientras te sienta entrelazado en mi
mano.
Nos
escucho en una etapa de Jazz. Con un saxofón profundo y largo que sepa cómo
llevarte a la siguiente nota mientras las sigue improvisando. Eso es arte y
construcción de un futuro sin apresurarse. Subiendo y bajando en intensidad. Y
en admiración por la pureza de esta canción que tocamos a 10,000 km.