Era un 23 de abril, día
del libro y las rosas. Ya de madrugada, despuntaba el cielo un avión a
Barcelona, las primeras aves en desplegar el vuelo y un aire frío como hacía
días que no se sentía. Los ojos verdes de Eduardo se apagaban tras unos
cristales impregnados de vaho y el pijama que el hospital le había
proporcionado. Estaba él solo en la habitación. Él y las máquinas a las que
llevaba unido lo que ya le parecía una eternidad. La habitación se tornaba azul
por las noches cuando la luna impregnaba de soledad sus sueños. La peor
sensación que sentía era la de apagarse. Se apagaba su voz, se apagaban sus
párpados, se apagaban sus mejillas, se apagaba su corazón… Cuando se le había
comenzado a caer el pelo entendió que empezaba la cuenta atrás para la carrera
a fondo más importante a la que se había enfrentado.
Años siendo deportista,
sin fumar, ni una gota de alcohol, sumo cuidado en la dieta para que todo se
resumiera en “carcinoma microcítico” en sus pulmones. Unas letras que
representaban algo para lo que no estaba preparado.
Ese día Andrea no había
ido al cole. Sus días se resumían en lo bien que lo había pasado allí, todo lo
que había ocurrido como que Paula y Javier (los dos chicos más populares de
clase) se habían peleado y que el profe Sergio le había dicho que las
redacciones que ella escribía eran de las mejores. Se sentía orgullosa de sus
amigas, de sí misma, de su familia. Aunque ahora su papá estaba malito y, a
pesar de no entender muy bien cómo un catarro estaba haciendo que lo pasara tan
mal y durmiera en el hospital, imaginó que eran cosas de médicos que entendería
cuando de mayor fuese enfermera.
Dafné había creído
conveniente que Andrea visitara ese día a su padre. Esa noche decidió dormir en
casa con la pequeña para despertarse pronto y poder descansar de tantas noches
del sofá de la habitación. No era la primera vez que estaban en una situación
parecida.
Cuando ella tenía 28
años y estaba haciendo la residencia en Francia, país del que provenía, un
paciente español y maleducado intentaba pronunciar con bastante dificultad “blond” que es “rubia” en nuestro
idioma. Ella se giró con ganas de reírse pero fue bastante intransigente porque
no era ni la sexta vez que la llamaban así ese día y tenía que empezar a
hacerse de respetar si quería que sus propios colegas también lo hiciesen. Leyó
su nombre: Eduardo Gómez de Madrid. Presentaba rotura de ligamento cruzado
anterior, una de las lesiones más frecuentes en el esquí.
Eduardo recuerda
perfectamente lo increíblemente guapa que le pareció su mujer la primera vez
que la vio. Llevaba el primer y segundo botón de la bata desabrochados y unas
gafas que hacían que intimidase aún más por ese aire a mujer independiente que
le daban. Había estado aprendiendo cómo se decían los números, colores y alguna que otra cosa más en francés para
salir del paso en la semana que se fue a esquiar a Avoriaz con los amigos. Al
segundo día de viaje ya le mandaron al hospital con una rotura de ligamento que
lamentó tener hasta que vio los ojos de Dafné cruzarse con los suyos. Pensó que
si se hubieran conocido en un bar ella le habría dado un bofetón por el
atrevimiento, pero por la relación médico-paciente solo lo fulminó con la
mirada y con una dura expresión que adivinaba querer conocerlo más.
No tardaron demasiado en
decidir que se querían casar, que viajarían las Navidades a Francia y que
vivirían en Madrid. Cinco años después tuvieron a la preciosa Andrea, con los ojos
de su padre y una melena rubia que le caía por los hombros en el desorden más
perfecto que podía existir. Cuando toda esta felicidad se vio abrumada por las
toses rojas, las fatigas, los ardores en el pecho y el cansancio continuo, el
mundo se les vino a todos encima.
Dafné se echó a llorar
en silencio, como cada mañana al despertar y ver al amor de su vida sin fuerza
para articular apenas dos palabras seguidas. Intentó incorporarle y Andrea se
acercó a la cama. Su padre, con las manos pálidas como el sobre que le
entregaba, le pidió que solo abriera el sobre cuando papá faltase. La niña, con
poco nivel de entendimiento pero sí todo el sentimiento del mundo, abrazó a su
padre intentando acercarlo un poco más a la vida.
Fue un funeral bonito.
Hubo flores blancas, faldas negras y un cielo despejado. Dafné no le echó jamás
un ojo a la carta de su hija y Andrea no lo hizo hasta haber sido adolescente,
siete años pasados desde la muerte de su padre.
Hola cariño, esta carta es para decirte todo aquello que no podrás
oír de mi boca cuando me haya ido de este mundo.
Lo primero de todo, nunca pierdas esa fe que te hace tan grande.
Lo mejor que tienen los niños es esa curiosidad, las ganas de tocar, ver,
aprender y jugar. Y creen en la Navidad, en los sueños, en los juguetes que
hablan y en que existe el final del arco iris. Creen en la magia que domina el
mundo y, cuando no encuentran explicación a los hechos, se preguntan por qué
una y otra vez.
Procura, hija mía, dejar el mundo mejor de lo que lo encontraste.
Esto es una tarea muy difícil porque te intentarán aplastar y es un puzle al
que le faltan demasiadas piezas. Empieza por tu entorno; haz reír a los demás y
que tengan la seguridad de que pueden confiar en ti. Mantén un corazón noble,
como el de un león.
Y no sientas que te mueres, no te ahogues, no dudes. Mantente
firme y llora cuando lo necesites, pero al acabar de secarte las lágrimas tan
solo levántate y demuéstrales a todos de qué eres capaz.
Siempre habrá alguien mejor que tú, alguien a quien con suma
facilidad le salga a la primera lo que tú, probablemente, lleves intentando con
determinación mucho tiempo. No importa. Son dones. Y tú tienes uno muy
importante: vas a ser todo lo fuerte que te propongas en esta vida y aprenderás
de los errores que tu corazón, palpitante y único, te haga cometer.
Además, las personas que son amantes por naturaleza, van a estar
siempre ligados a la búsqueda de la felicidad porque, de lo contrario, se
intoxicarían del veneno que mucha gente les intentará verter.
¿Cuántos retos serás capaz de alcanzar? ¿Cuántas ilusiones por cumplir?
Sé independiente hija, que nadie te corte las alas ni te diga que no puedes.
Cómete la noche y explórate a ti misma, ponte al límite, cánsate. Procura no
radicalizarte, somos más rojos al salir de la cuna y más tranquilos al morir, o
al menos eso dicen; sea como sea lo que elijas en esta vida entiende que los
argumentos no acompañan banderas de un único color.
Y viaja cariño, viaja sin miedo de explorar cada rincón. Huele,
come y bebe lo más autóctono de la tierra que pises. Ensúciate las manos. ¿Qué
más da? Y da siempre las gracias de regresar a casa sana y salva.
Ese es otro tema. Ahora que vives con nosotros, este es tu nido,
tu hogar. Pero no dudes en soltarte cuando quieras, aquí siempre tendrás las
puertas abiertas y continuarás siendo la mujer de mi vida junto a tu madre.
Sufrirás por amor y, al verte llorar, se me partirá a mí también
el corazón desde donde esté. No te preocupes, por suerte o por desgracia no
será el primero. Que nadie te levante la voz nunca hija, no te dejes llevar por
la locura de los primeros amores. Esos son muy intensos, locos, deliciosos…
pero pasajeros. El día que te enamores y te conviertas en el único mundo de
quien te ame, lo notarás. Y cuando pienses que no puedes querer más a alguien,
me harás abuelo y entenderás que esto que hoy te digo es lo más visceral que
pueda existir.
Cuando lo leas, espero que sientas mis palabras acariciándote el oído,
cada letra como un susurro de esperanza y de credo en la vida que está por
venir.
Esto último le recorría
el cuerpo cuando, esas veces que no sabía por dónde seguir, leía la carta y la
besaba como aquel día de libros y rosas en el hospital.
