Metió un pie en
el agujero del tanga. A continuación hizo lo mismo con el otro. Los gestos eran
tan delicados que la seda bordada en la costura de aquella ropa interior
parecía áspera. Flotaba mientras se lo subía, a penas empujado por la fuerza de
la gravedad invertida. No hubo tiempo perdido mientras se vestía, pero parecía
que este se ralentizaba; te hacía mirar con filtros violetas la vida, la
atracción de las cosas imposibles.
No la querrías
conocer, te atrapaban las alas que le salían en la espalda cuando defendía las
causas justas. Eran alas de color ocre, con las puntas blancas y la base negra.
Especializadas en gestos de supervivencia, reiteradas en suicidios que nunca
sucedían.
Sus caderas
abrían paso a unas curvas que no soportabas sin agarrarte a algo, a su sexo o a
su ombligo. Su pelo rociaba en espiral el surco de su columna. Siempre dado la
vuelta, despeinado, sin origen ni final al que dedicar un susurro de alivio
cuando te rozaba. Simplemente, lo hacía: acariciando tus traumas y olvidando
que la noche sí tiene principio y fin.
Los pechos
tersos, iguales, montañas de versos, valles de lágrimas. Habían experimentado
la lucha a la que toda mujer es sometida. Frágiles, fuentes de vida, cascadas
de deseo para muchos y cada vez más para muchas. El frío seco les hacía
erguirse como quien sube la bandera en tono desafiante. Ahí estaban esos senos
y no se marcharían hasta que, marchitados, cayeran en el olvido de un cuerpo
más; algo perfecto que se pierde en el olvido.
Perecedero sería
el recuerdo de esa hermosa criatura, a veces tan pantera, otras tan diablo. El
signo del sufrimiento intentó quedar tatuado en su piel, pero ella llevaba por
consigna tres palabras de ilusión, la maleta vacía y un par de esquemas que
quería romper con las personas adecuadas. Plata en el interior, estaño que no
reluce. Ni tan bella ni tan completa, lo que uno ve por fuera no era más
relevante que lo que dentro se esconde.
Las mentes
ligeras, las cabezas abiertas, las ideas claras. Perder el control y retomarlo
con el tiempo, con las manos más secas y el espíritu más nutrido. Así debía
ser, nada de bellezas que quedan impunes con el paso del cuento, solo moralejas
que te hacen cambiar en tu paso por el universo.
Andar con
extraños, saber que se iría con cualquier a un rincón antes del fin del mundo,
para evitar ser consciente de que el mundo también se acaba. No es negar el
infinito, solo buscar lo que para cada uno puede significar el paraíso propio.
Un Adán sin su Eva, un león sin melena, una Biblia sin mentiras.