jueves, 28 de febrero de 2019

Las golondrinas de Bécquer

Te quiero recordar cómo de importante eres. Que el calor dentro de ti me ha provocado alejarme de las golondrinas de Bécquer. Hace tiempo que no sé mirar el horizonte en los colores del espectro visible; y más bien me muevo como el espectro de aquello en lo que pensé que nunca me convertiría. Y sigue una parte que no se apaga, y vuelve de vez en cuando la tarde a tornarse rosa y naranja y el viento grita mi nombre mientras me ilumina desnuda por los huecos que deja la persiana.

Se oye un orgasmo matutino al morder las tostadas y como la melodía crece para morir antes de que podamos tan siquiera pensar en el sonido. Así de rápido mueren mis ganas. Así de brusco se vuelve el tiempo. Como tecleando un instrumento lleno de notas inexploradas, voy probando hasta que acierto y eso vale por todos los estruendos que he ido dejando atrás. Porque sí, lo dejo atrás y eso me sirve para volver al título: "cómo de importante eres".

El reflejo de las tres veces que he conjugado el verbo "volver" y las tres uves de esta frase, fue en vano la búsqueda de fe; de donde no hay, se saca rascando. Saco las uñas y me muestro, llena de encontronazos, llena de fe. Saco las uñas y me desgarro cuando no llego a verme desde dentro. 

Pero de momento no lo necesito demasiado; no hay conclusión tras estos párrafos, solo una gran ola en la que me estoy moviendo y no encuentro dónde romperá, dónde iré a parar. Tal vez lejos de aquí, probablemente fuera de ti. Cómo de importante soy ya me lo recordará la espuma de esta ola, el crujido de la tostada, las golondrinas de Bécquer. 

viernes, 1 de febrero de 2019

Y por eso hago la cama

Hacer la cama. Empezar el día. Apoyar un pie y luego el otro. Estirar un brazo y luego el otro. Ordenar un pensamiento y luego el otro. No ha salido el sol y siento que es temprano para salir de la cama, para dar al mundo un poco de mí. Es temprano, incluso, para aquellos que siempre están despiertos. 

Y, sin embargo, es tarde para los que siempre duermen. No les queda tiempo, ni ganas, ni alma, ni refugio a aquellos que no dicen nada, que no se mueven, que no han despertado y siguen soñando en una burbuja de profecías autocumplidas. Seguirán sin decir nada.

Me lavo la cara y no veo los años, veo lo que ayer me perturbó, lo que me hizo daño. Y entonces siento agonía y quiero meterme en la cama. Pero, aunque sea agonía, por lo menos siento. Y pienso que sentir es mucho mejor que la asepsia de quien no sufre porque no ha encontrado motivos para ignorar la ignorancia. 

Desayuno una tostada monótona y encuentro comfort en los sabores salados, dulces y tiernos. También lo hago en el café amargo y en un yogurt insulso. Encuentro amabilidad en el hecho de poder llevarme algo a la boca, en nutrirme con energía. 

Me pongo la ropa interior, me abrigo con la exterior. Y antes de salir por la puerta, ya he debido encontrar cómo vestirme de piel para adentro. 

Resulta que desde que me he levantado he entrenado muchas cosas: mi capacidad para mirar la mañana oscura y decir que yo llevaré luz a las calles vacías. Que siento y eso es bueno porque sigo en movimiento. Que me declaro ignorante porque no sé de nada pero no quiero vivir en la felicidad del ignorante, sino decidir por mí misma. Que agradezco cada bocado, sabor y olor de la comida y agradezco a quienes han hecho que yo tenga la seguridad de que comeré al día siguiente. 

Y todo ha empezado por hacer la cama; un ritual que parece inútil porque la desharé esa misma noche al acostarme pero que refleja en mí la satisfacción de que, si el día ha ido mal, podré llegar a mi casa y tumbarme en una cama bien hecha. Porque si en la vida no se empieza por lograr pequeñas cosas o disciplinas, las grandes serán más complicadas.