Siento que estoy dando pruebas de inocencia,
cuando nadie te puso el papel de verdugo.
Como si, en vez de hacer pequeñas reformas en casa,
fueras tú quien la destruye
y luego me pide que la reconstruyamos,
alegando que hay que mantener la casa.
¿En qué momento estar se convierte en lo mismo que servir?
¿Cómo puede ser que la presión de que proveas
sea la que me deja en un lugar de carencia?
Presa del pánico,
última bala,
pérdida de miedo,
la más rápida en caer.
Una casa en la que me congelaba,
me golpeaba con los clavos
que poco a poco se habían salido del techo,
bisagras oxidadas,
dolor en el pecho.
La luz en otro hogar,
tan cálido y acogedor
que sus pocos metros expanden mi espíritu.
Nada que arreglar y todo que celebrar:
el arte, la amistad,
el horizonte morado con un cielo
que sabe a algodón de azúcar por primera vez.
Sin caer,
sin ruido,
pero mucho sonido a lo que un día llamé percusión:
el tambor.
El afilado tono de mi voz
que ahora abraza y dice:
“Hazlo por ti”.
Tan solo,
“hazlo por ti”.
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