lunes, 31 de marzo de 2014

HUGO CAAMAÑO, CAP. 2: Las peores lágrimas son las que no se lloran

Odiaba los mapas. Aquella expresión malévola que quería simular orden y que siempre acababa mal doblado y sin serle de demasiada utilidad. Efectivamente, corroborando su opinión sobre éstos, acabó abandonando ese ilegible trozo de papel en un banco y se dispuso a hacer camino. Buscaría su nueva casa a partir de las indicaciones que le habían dado unas semanas antes: “tienes que coger camino desde la estación hasta Sendera Pines. De ahí tendrás que seguir hasta que pases el puente y luego subir la cuesta de la izquierda. Te llevará a la iglesia y al centro de Fornelos. Pasarás por detrás de ella, en la Rúa do Perdón, y antes de llegar a la panadería de la señora Juani, tuerces a la izquierda. Todo  comienza a hacerse más verde, pero mientras veas castaños tú sigue recto. Verás dos fincas grandes, la de Andrés Acevedo es la más cercana y la otra está abandonada. Tu casa está entre las dos”.
Hugo hizo un acto de fe bastante grande al confiar en la palabra de aquel señor que tenía un fuerte acento gallego y que era a la vez carnicero y propietario de la única inmobiliaria del pueblo.

Tomó la Sendera Pines. Se respiraba un aire distinto al de su ciudad, mucho más limpio y puro. Sus pasos eran largos, decididos y denotaban la seguridad propia de las personas tozudas como él. Comenzó a oír el sonido del agua caer sobre las piedras, abalanzándose en una estrepitosa carrera por avanzar terreno abajo. Observó el puente y no le cabía la menor duda de que, si permanecía allí durante al menos cinco años, vería ese viejo paso de madera caer. Lo cruzó a pesar de la fobia a las alturas que padecía desde pequeño; él siempre creía que los pies en la tierra era la mejor forma de evitarse muchos problemas. El suelo ya no era de polvos ocres, sino de un empedrado muy bonito a la vez que peligroso en días lluviosos. Subió la cuesta de la izquierda. Su brazo, quejumbroso, ya hacía tiempo que temblaba por la contracción repetida. Su equipaje no era demasiado pesado, pero ya llevaba un par de kilómetros y no se había cruzado aún con ningún ser vivo con capacidad móvil.

Reparó en que no había comido nada desde hacía horas. Miró el reloj. Las agujas marcaban las tres de la tarde y su estómago rugía. Una vez llegado a la plaza de la iglesia se sentó en un bar “O parrulo Coxo” (más tarde sabría que la traducción era “El pato cojo”, aunque tampoco le fue muy difícil deducirlo pues, el camarero y jefe, era un señor con una gran panza y problemas de cadera). Él era el único comensal. La oferta culinaria no era gran cosa, ni la higiene parecía la primera prioridad de aquel lugar; pero Hugo tuvo que romper una lanza a favor del Parrulo Coxo: se había tomado el mejor bocadillo de jamón y queso curado de toda su vida. Mientras disfrutaba de ese manjar que le supo a gloria, observaba el estilo de la iglesia, magníficamente esculpida, con adornos angelicales y símbolos tallados en la piedra, tal vez de origen masónico. De la fuente no brotaba agua, pero parecía un buen sitio en el que reunirse con alguien y disfrutar del sol de invierno. Un café amargo para retomar fuerzas y el doctor continuó su camino.

La Rúa do Perdón lo condujo hasta la panadería de la tal señora Juani. Se desprendía ya desde el principio de la calle el olor a pan tostado, a bollo horneado, a azúcar glass y a miel. No dudó en entrar. Juani se sorprendió al ver a una persona desconocida en su tienda. Era una mujer que no había salido de la comarca, criada en aquel trocito de mundo que remansaba paz, trabajadora del horno de su padre desde pequeña, que había heredado y llevado adelante con mucho esfuerzo y horas.
El aspecto varonil de Hugo, su barba algo canosa, su metro noventa, su buena planta y el traje que llevaba debieron ruborizar a Juani, que se sacudió la harina en el delantal, se colocó el cabello tras las orejas y puso una sonrisa que ocupaba toda su cara.
-¿Qué desea? Tenemos filloas de leite, bandullo, larpeira de crema y cabello de angel…todo de hoy.

Al ver la cara de incomprensión del desconocido cliente, supo que no era de Galicia ni entendia su idioma. “Un forastero” pensó y se le iluminó la mirada de forma algo maquiavélica. Hugo preguntó sobre todos y cada uno de los suculentos prostres para saber los ingredientes que llevaban. No era un hombre muy dado a lo dulce, así que finalmente decidió comprar unos preñaos de chorizo que, aunque ya los había tomado en Valladolid, acertó en su pensamiento de que esos estarían mucho mejor.
Salió de la tienda y torció a la izquierda. La ola de frío que sintió le penetró hondo y no se recuperó hasta horas después. Los castaños que rodeaban todo el camino eran inmensos. Se levantaban impresionantes, enormes, con formas que solo se adquirían tras centenarios de vida. Eran como gigantes sabios que tenían una historia que contar.

A lo lejos disipó por fin una finca. Cuando llegó a la verja, leyó un letrero de forja oxidado en el que ponía “Acevedo”. Ya estaba cerca. Continuó bajo las nubes grises y el viento helado hasta que por fin diferenció la figura de un hombre frente a lo que parecía su casa. Éste le saludó y se dirigió sin miramientos hacia él. Parecía malhumorado y con prisa. Con una mueca de agonía y frases que salían disparadas de su boca explicando lo tarde que era y todo lo que tenía que hacer, le dio las llaves a Hugo y se marchó. El nuevo huésped, casi sin tiempo de mirar cómo desaparecía el carnicero, se quedó mirando el exterior de la casa. Las paredes eran de piedras grises y el tejado rojo, al estilo de todas las casas que había visto por el pueblo. La puerta tenía una pequeña cristalera decorada con hierro en forma de hojas. Los marcos de las ventanas eran de madera oscura. Todo parecía fuerte y recio para soportar las bajas temperaturas. Entró y se le sobrecogió el corazón: la casa estaba vacía a excepción de sus antiguos muebles, que parecían esperarlo ocultos bajo sábanas blancas.

Limpió, colocó sus pertenencias, arregló las tuberías, hizo una lista de cosas que comprar y que apañar. Estuvo tres días trabajando sin descanso y bajando al pueblo sólo para comprar los materiales que necesitaba y lo justo para comer día a día. Lo primordial para él era sentirse a gusto y eso solo lo conseguía si hacía de su casa su templo.      
Ya hacía una semana desde el primer día que puso un pie allí. No era una mala vida, pero sí demasiado tediosa como para mantenerla a diario. Había hecho alguna ruta por los alrededores y clasificado la mayoría de las razas vegetales endémicas de la zona. También había hecho, meticulosamente, un despacho en el que descansar, leer y tocar el violín.

Bajó a hacer una compra algo más contundente para sobrevivir unos cuantos días sin tener que desplazarse tanto al pueblo. Las pocas veces que había ido no se cruzó con nadie, aunque reparó perfectamente en las expectantes miradas de aquellos, y más aquellas, que lo veían pasar. Esos murmullos y cotilleos molestos que a Hugo le parecían de lo más descortés.
Se disponía a volver a casa con varias bolsas cuando escuchó un grito ahogado, de esos que avecinan algún tipo de desgracia. Las dejó rápidamente en el suelo y corrió en dirección a la fuente del sonido. La vio de espaldas, tirada en el suelo. Algo extraño le sucedió al doctor que, sin saber cómo, se quedó paralizado detrás de aquella mujer. No supo cuánto tiempo pasó exactamente antes de que volviera en sí y fuera a socorrerla. Allí estaba, pelirroja, de tez clara, brillante como el oro pulido, ardiente como el fuego más intenso. Su mirada estaba empapada en lágrimas y sus manos rodeaban el tobillo que parecía hincharse por momentos. Hugo se presentó como doctor y examinó el pie de la joven sin preguntar sobre si podía o no hacerlo, como quien tiene el poder para acceder a todo lo que desee. Detectó una torcedura con probabilidad de rotura y en la muñeca derecha una fisura de tallo verde. La rodeó con los brazos y se la llevó a casa. Durante el camino, que pareció hacerse más corto que nunca, sólo salió un nombre de sus labios: Lucía. Estas cinco letras quedaron flotando en la mente de Hugo, que había sido incapaz hasta el momento de pensar qué nombre describía semejante belleza. Pero, como no podía haber sido de otra forma, era un nombre que encajaba perfectamente con aquella ninfa pelirroja.

Entraron a la casa, con cuidado de no rozar ningún objeto con las partes dañadas. Había resbalado con unas piedras y por la propia inclinación de la calle el golpe fue peor de lo esperado. En efecto, el diagnóstico de la muñeca se había cumplido pero, afortunadamente, no tenía el pie roto. Hugo se lo vendó, con extremo cuidado, como quien hace los barcos que se meten en las botellas. Una sonrisa y que fuera prácticamente la persona con la que hablaba en días la rodearon de un magnetismo aún más fuerte. Se tomaron un café. Poco a poco, Lucía, de unos insultantemente jóvenes 24 años, le contó que hacía meses que no tenían médico en el pueblo y que solo podían ir a Rodolfo, el veterinario que cuidaba del ganado de toda la comarca, podía ayudarles en algún tema sanitario.


Vicente Acevedo era su vecino, y también tío de Lucía y alcalde de Fornelos. No fue difícil para la joven convencer a Hugo de que se presentase a la mañana siguiente en el ayuntamiento y pidiese el puesto de médico; de todas formas, era lo que siempre había sido y sería, y aquella era su rutina preferida, salvar vidas. Pronto se hizo de noche y la acompañó hasta la fuente de la iglesia, como buen caballero que era, ayudándola a andar mientras avanzaban torpes campo a través. Se despidieron, y curiosamente a Hugo le dolió en el alma no saber cuándo se volverían a ver. Llegando ya a casa, sacó su maletín con todo el material especializado y puso un despertador para cumplir su objetivo. Ya metido en la cama, sólo podía recordar los rizos que caían como cascadas de lava sobre la espalda de su paciente improvisada, y en la frase que ésta le dijo cuando él le pidió que no llorase por el dolor: “las peores lágrimas son aquellas que no se lloran”.

domingo, 30 de marzo de 2014

HUGO CAAMAÑO, CAP. 1: Un artista que modela el silencio

Hugo Caamaño era un hombre simple, al que le gustaba la monotonía, los folios que forman un exacto ángulo de noventa grados con el borde de la mesa, las mantas bien dobladas en su sitio sin ningún fleco asomando, los botes cuya tapa estaba lo suficientemente apretada como para que no se contaminase su contenido pero no tanto como para que se tardase más de tres segundos en abrirlo. A Hugo le gustaba la rutina, que las hojas cayesen en otoño, ver el vaho de las ventanas desde su sillón de pana verde y tomar café por las mañanas. Pocas ocasiones escuchaba música en la radio que, contra su voluntad, le regalaron el año que cumplió los treinta; y cuando al pasear sus oídos notaban la presencia de notas musicales procedentes del instrumento raído de algún músico callejero, prefería buscar una ruta alternativa que evitara, a toda costa, soportar lo que para él era un lamentable intento de ganarse el pan.
El violín, quizá era lo único que despertaba en él un ápice de asombro, de diversión, de interés y de brillo. En realidad, era mágico escuchar cómo, de frotar unas cuerdas, Hugo podía alcanzar un estado de tranquilidad que lo abstraía totalmente de la realidad. Para él, eso era felicidad: tener controlada la situación, no mantener contacto con otros seres humanos más que el necesario a la hora de ir por el mercado y preguntar por el precio de un producto que, para su molestia, no llevase una etiqueta y, por supuesto, tocar el violín. Nunca había dado ningún concierto, ni siquiera se podían contar con los dedos de más de dos manos las personas que sabían la afición del señor Caamaño. Él, como le decía su abuelo Alfonso Caamaño, no era un músico sino un artista que modela el silencio. “Un artista que modela el silencio…”

Pensaba en la inercia que las estropeadas vías del tren transmitían a los pasajeros que, junto a él, viajaban a una alejada población en A Coruña, situada exactamente a 252 metros sobre el nivel del mar. Fornelos no era gran cosa; con apenas 200 habitantes, aquel pequeño pedazo de tierra intentaba ser rescatado de un olvido que parecía inminente. Tenía lo necesario que Hugo necesitaba para vivir: zona verde, intimidad y, especialmente, silencio.

Las caras de las cinco personas que había estado observando cuidadosamente desde Valladolid parecían serle incluso familiares. Tenía la costumbre de imaginarse las vidas de quienes se cruzaban en su camino: a qué se dedicaban, dónde vivirían, cómo se comportarían en alguna situación, el número de hijos que tendrían… lo que más le gustaba era ponerles nombre. Cuando ni siquiera habían salido de la estación ya había bautizado a tres de ellos: Clara era la chica del vestido azul celeste que, tímidamente, se mordía las uñas, probablemente por el nerviosismo que sentía al pensar en su primer día de clase como profesora. Mauricio sería el joven oportunista trajeado y descarado que no guardaba ningún reparo en mirar las piernas desnudas de Clara. Sofía, la anciana de aspecto familiar que llevaba consigo una caja en donde habría un bizcocho con compota de higos (sin duda, la preferida de Hugo). Le faltaba un niño pequeño que no se despegaba de Sofía (sería su nieto y dudaba entre Antonio o Carlos) y, por último y profundamente más desconcertante, un señor de unos treinta años mayor que él. Su apariencia era de lo más espeluznante: uno de sus ojos resaltaba sobre la piel colgante y estropeada porque estaba recubierto por una tela blanca azulada. En una ocasión le pareció que uno de los dientes era de oro, pero prefirió disimular y concentrarse en un punto para que no intercambiasen miradas. Hugo se sentía incómodo, pero por una razón que no estaba relacionada con el desagradable físico de aquel hombre, sino porque pensó en que las cataratas eran algo fácil de corregir y que, si hubieran sido unas simples cataratas, él mismo habría realizado la cirugía que salvase a su abuelo, pero ya era demasiado tarde.

Tras una experimentada carrera como meticuloso y concienzudo médico -lo cual era irónico puesto que amaba la vida tanto como para dedicarse en cuerpo y alma a combatir la muerte, pero rehusaba cualquier contacto con humanos pues la sola idea del trato le molestaba- su abuelo comenzó a desarrollar una curiosa enfermedad que afectaba, de una forma sorprendentemente dolorosa a un nervio que se ramifica en oftálmico, maxilar y mandibular. Ésta es la neuralgia del trigémino, también conocida como la enfermedad del suicidio. Alfonso, cuya única preocupación había sido cuidar de su nieto y proporcionarle unos estudios, comenzó a padecerla a los setenta y dos años, en 1968, cuando Hugo había empezado la carrera. Los dolores son tan intensos que los pacientes pueden incluso llegar a desmayarse cuando ya no pueden soportarlos. El tratamiento consistía en dosis de derivados de la morfina como calmantes, pero no eran suficientes. Por las noches, cuando Hugo llegaba a casa y el frío le calaba los huesos, no podía imaginarse que el corazón se le pudiese helar al ver al que consideraba su padre rabiar de dolor. “Es como si veinte gatos tratasen de arañarme la cara y quisieran castigarme por algo, pero no te preocupes Hugo, no me voy a rendir”. “NO ME VOY A RENDIR”…esas palabras resonaban en su cabeza cuando el anciano de la estación le devolvió a la realidad diciéndole, con voz rasgada, que el tren daba el último aviso para salir hacia A Coruña. Ya dentro del vagón, se decantó por José como nombre estrella para un hombre tan peculiar, pensó que de esa forma habría algo en su vida que no fuera extravagante.

Se despertó de repente, algo avergonzado porque dormir en público no era propio de él. El viaje estaba haciéndose más tedioso de lo que esperaba. Miró por los cristales sucios y congelados y volvió a él un recuerdo que pensaba estaba enterrado. Era un trágico, un romántico encerrado en su corazón, la lágrima del héroe que nunca cae para no demostrar debilidad, un prisionero de sus emociones y sus miedos, un enamorado de las historias tristes, esas que tienen más magia porque son las que muestran cómo los perdedores salen a flote cueste lo que cueste. Como si fuese un fantasma presente en el salón de la casa de sus padres, se vio a él de pequeño, destapando junto a su abuelo el único regalo que tuvo las navidades de 1955 en las que cumplió seis años. Era un precioso instrumento de madera barnizada que olía a grandiosidad. Al principio no entendía bien para qué era ni el propósito de aquella maravilla, pero no tardó en descubrir que, de esa manera, no escuchaba a sus padres discutir. Los vasos rotos se ocultaban entre las sinfonías de Tchaikovsky, el concerto en Do mayor era su preferido para tapar los portazos cuando su padre encerraba a su madre en el dormitorio. Mientras se gritaban con odio, las dulces notas de Mozart flotaban en sus oídos y la histeria acusadora de su madre se paliaba con un ritmo acelerando que coincidía con el ajetreado ritmo del latir de su corazón. Un par de años más tarde, cuando ni siquiera esa pasión fue capaz de parar los golpes que su padre le asestaba, huyó a casa de su mejor amigo: su abuelo. Sólo llevaba su violín, que se mojó con la lluvia en una tarde oscura de febrero de 1957. Sus lágrimas caían inconfundibles junto con el agua que del cielo le empapaba generosamente. Se secó y se durmió plácidamente antes de escuchar el portazo que Alfonso dio para ir en busca de los objetos personales y tutela de su nieto.

La siguiente escena fue ver entrar a su abuelo entrando en la casa, horas más tarde, calado hasta el alma, llorando y con una maleta que contenía ropa y documentos que Hugo no llegaba a entender. Ese fue el último día que tuvo que ver a sus padres y Alfonso le dio una valiosa lección: “entierra a tus demonios Hugo, mándalos al infierno y pon un candado de felicidad tan fuerte que jamás puedan salir para hacerte daño. Es muy importante, quizá el mejor consejo que pueda llegar a darte nadie.”


El tren se detuvo tras unos esfuerzos que se notaban un par de kilómetros antes de frenar con el molesto chirriar de las ruedas. El señor Caamaño cogió sus pertenencias, que no eran más que una maleta cargada de ropa y su maletín de piel. En el exterior hacía frío, más de lo que se podía haber esperado; era como si el universo le estuviera mandando señales de que no debía seguir su camino. Contra toda fuerza que le evitara llegar a su destino, tenía claro que no se iba a dejar abatir. Era una decisión que le había costado tomar pero que suponía a su vez cortar las cadenas con las que hacía mucho tiempo que estaba atado. Toda la vida en la misma ciudad le estaba asfixiando y, a pesar de que ya tenía su rutina establecida, el doctor Caamaño decidió tomar las riendas de su vida y cambiar de aires, aprender a enfrentarse a lo desconocido y sobretodo, intentaba ser susceptible de vivir una aventura. Un mes antes, a principios de 1987, envió algunos muebles pesados en camión a la casa que había comprado en Fornelos, sin ni siquiera documentarse sobre ese lugar; sabiendo lo necesario como para decir orgulloso que no sabía nada.

lunes, 10 de marzo de 2014

Y vuelvo a caer

La sangre se hiela,
el corazón atenta.
Y tú solo eres un capítulo más...
Los días son tristes e iguales
ya no hay insulsas morales
que me hagan pensar que merece la pena.

Vuelvo a caer. 
Vuelvo a caer en la duda
de que entiendas esta locura,
de saber lo que debo hacer.

No bailaré el último vals,
ni gritaré al viento que muero;
sólo trataré de salvar este infierno.
No fingiré una sonrisa,
no batallaré contra la brisa
que me dejó el recuerdo del invierno.

Y ahora, que daño y desidia vuelven,
que las fuerzas se agotan,
que ni tu esencia sería suficiente,
que las flores ya no brotan.
Y ahora, que lo importante ha cambiado,
que el punto de inflexión ha variado,
que el ojo del huracán se ha atenuado,
soy yo la que dice "puede".

Vuelvo a caer. 
Vuelvo a caer en la duda
de que entiendas esta locura,
de saber lo que debo hacer.

Sigue el camino que desees
y no irrumpas con infinitos porqués
solo olvida el pasado que te pesa,
deja en la mochila tan solo un libro de princesas.
Y finalmente llega la calma,
aquello que me hace venerar la magia,
que hace ver que entre mis prioridades
ha de destacar, por encima de todo, mi alma.

Pero vuelvo a caer. 
Vuelvo a caer en la duda
de que entiendas esta locura,
de saber lo que debo hacer.





jueves, 6 de marzo de 2014

Tú me has hecho más fuerte.

Menos mal que te marchaste, yo no habría sido lo suficientemente fuerte como para echarte de mi vida, de mis días. Ahora, tanto tiempo después, me alegro de que esa puerta se cerrase.
Como dolió... peor que un puñal en lo más profundo del alma. No me refiero al momento agónico del adiós, me refiero a mirarme frente al espejo y darme asco por ver en lo que me había convertido para gustarte. No reconocerme, ahogarme en mi propia existencia.

Eso es lo peor. Pensar "¿quién soy?" y no hallar respuesta posible. No digo que no me acordase del día que decidí quedarme a tu lado toda la vida, ni de que te prometí amarte más que a nada (el problema fue que esa cláusula debía excluirme a mí, y no me di cuenta de que no lo hacía). No digo que no me acuerde de que estaba rota de rabia cuando me dijiste que deseabas los labios de otra, ni de que a pesar de todo, los únicos que yo anhelase fueran los tuyos. No digo que no me habría humillado de nuevo ante ti con tal de que volvieses, ni que no me echase las culpas de todo al principio. Digo que me has hecho más fuerte, encontrarme de nuevo después de perderme.

Haberte ido ha sido aún mejor que haberte encontrado. Fuiste la suerte de mi vida, la persona que más quise, las mariposas en el estómago, el vértigo de caer y la seguridad más tremenda, el respaldo que sentía que me ayudaba, el fantasma que me atormentaba cuando nos peleábamos, la figura que me mantuvo en la sombra, el agua que apagó mi llama y me helaba la sangre, el dictador que censuraba mis palabras, la cárcel de mis libertades. Pero sí, tú me has hecho más fuerte.

Que ya no me puedes cortar las alas, ahora puedo volver a volar y sin encadenarme a las tuyas para ser libre. Ahora yo soy el caballo al que le han salido las alas, como siempre me han dicho, y nadie me va a parar. Que no entiendes qué significan mis sonrisas y te molesta que pueda ser otro el que me las provoque, que te duele verme feliz porque me perdiste por un capricho y por orgullo, que has intentado suplir la carencia de mí con noches tontas y alcohol, pero lo que eso te hacía era echarme más de menos y llorar esperanza. Que no eres capaz de mirarme a los ojos sin que te arda algo dentro, ¿sabes qué es? que tú mismo sabes que lo hiciste mal y proyectas toda ese rencor hacia mí. 

Me acostumbré a hacer el papel de la débil...pero qué tonterías se hacen por amor. Mi llama vuelve a arder.

sábado, 1 de marzo de 2014

¿Por qué nos negamos a aceptar lo nuevo?

Cada día entran cosas nuevas a nuestras vidas: canciones, personas, tareas, noticias...Somos capaces de aceptar ciertos cambios que hagan que los días no se sucedan unos a otros sin el mínimo ápice de caos. Sin embargo, en cuanto respecta a cosas más radicales nos encerramos en la frágil cáscara de huevo de la que el ser humano se ha rodeado; para así crecer en la comodidad de una mentira. Dejamos que nos manejen, que nos adoctrinen, que nos digan cómo debemos vestir o a quién amar, y por desgracia, ya no es el hecho de que nos influyan y lo toleremos, es que si vemos a alguien que no va acorde a ese sistema impuesto, lo tachamos de raro, lo marginamos, le hacemos pasarlo mal torturándolo e incluso, los matamos.

Hablemos del caso de Internet, ¿acaso alguien podía imaginarse que yo, desde mi casa, pudiese escribir esto y al acabar mandarlo para que sea leído desde todos los continentes? ¿Quién se diría que saldríamos de nuestro planeta? ¿O que estamos formado por energías entre partículas ínfimamente minúsculas? Y ahora, ¿alguien puede pensar ahora en las posibilidades que nos ofrece el grafeno? (aquí os dejo el enlace de un vídeo de lo que este material puede hacer http://www.youtube.com/watch?v=6Cf7IL_eZ38 , como curiosidad, pero antes me gustaría que acabaseis de leer).

No señores, no predecimos el futuro, lo vamos descubriendo. Negarnos a que la vida progresa, cambia y mejora o empeora es matar a una parte de nosotros; aquella que sabe, como Heráclito decía, que “el río ha cambiado casi por completo, así como el bañista. Si bien una parte del río fluye y cambia, hay otra que es relativamente permanente y que es la que guía el movimiento del agua”.

Bien, ¿a qué viene todo esto? Bueno, creo que es importante hablar de ello y a quien le moleste, que vuelva a leer los primero 3 párrafos. Es algo que está desde mucho antes que nosotros, que implica un sentimiento o un simple deseo, que se puede esconder pero no erradicar, que les ha servido a muchas religiones para cometer asesinatos, que incluso hoy en día se mira mal, que es un colectivo marginado y que margina probablemente por la situación a la que son sometidos. La homosexualidad, bisexualidad o transexualidad no es más que un pequeño aspecto en la vida de una persona. ¿Quiénes somos para prohibirlo? No pido ni que se acepte, es una mera cuestión de respeto hacia un ser humano. Es como decir que esa persona te da asco porque se ducha con un champú que no es el mismo que tú, ¿pero y qué más nos da lo que haga otra persona de puertas hacia dentro en su casa? ¿En qué influye? ¿Por qué resulta tan molesto? 

Será, como muchos dicen excusándose, el hecho de que manifiesten su amor de forma pública...y ahora yo pregunto, ¿que tu hija se esté restregando en un banco del parque con su novio, porreta y sin estudios, no está tan mal como que tu otra hija dé un paseo con su novia cogida de la mano? Parece que todos se han vuelto locos, quizá sea yo que he nacido en otra época y veo esta orientación como algo normal, pero llámenme estúpida si creen que me equivoco al decir que es más importante la educación que la opción sexual. Sí, seré una estúpida que sabe compaginar el respeto de antes hacia las personas con la aceptación de que cada uno elige su camino y no es, de ninguna forma posible, peor al de cualquier otro.



El cauce del río no cambia señores, cada uno sigue siendo la misma persona, con sus virtudes, defectos, manías, enfermedades, hobbies, pensamientos e imaginación sea homosexual o heterosexual. Quizá estas personas sepan mejor que nadie que en la vida se producen cambios, que aunque la corriente sea fuerte, siempre hay que seguir nadando, y que por muchos bañistas que traten de ensuciar su río con insultos, ellos saben que son esas personas las que más podridas están. 



SER DIFERENTE, CREAR UN FUTURO.