Hugo Caamaño era un hombre simple, al que
le gustaba la monotonía, los folios que forman un exacto ángulo de noventa
grados con el borde de la mesa, las mantas bien dobladas en su sitio sin ningún
fleco asomando, los botes cuya tapa estaba lo suficientemente apretada como
para que no se contaminase su contenido pero no tanto como para que se tardase
más de tres segundos en abrirlo. A Hugo le gustaba la rutina, que las hojas
cayesen en otoño, ver el vaho de las ventanas desde su sillón de pana verde y
tomar café por las mañanas. Pocas ocasiones escuchaba música en la radio que,
contra su voluntad, le regalaron el año que cumplió los treinta; y cuando al
pasear sus oídos notaban la presencia de notas musicales procedentes del
instrumento raído de algún músico callejero, prefería buscar una ruta
alternativa que evitara, a toda costa, soportar lo que para él era un
lamentable intento de ganarse el pan.
El violín, quizá era lo único que
despertaba en él un ápice de asombro, de diversión, de interés y de brillo. En
realidad, era mágico escuchar cómo, de frotar unas cuerdas, Hugo podía alcanzar
un estado de tranquilidad que lo abstraía totalmente de la realidad. Para él,
eso era felicidad: tener controlada la situación, no mantener contacto con
otros seres humanos más que el necesario a la hora de ir por el mercado y preguntar
por el precio de un producto que, para su molestia, no llevase una etiqueta y,
por supuesto, tocar el violín. Nunca había dado ningún concierto, ni siquiera
se podían contar con los dedos de más de dos manos las personas que sabían la
afición del señor Caamaño. Él, como le decía su abuelo Alfonso Caamaño, no era
un músico sino un artista que modela el silencio. “Un artista que modela el
silencio…”
Pensaba en la inercia que las estropeadas
vías del tren transmitían a los pasajeros que, junto a él, viajaban a una
alejada población en A Coruña, situada exactamente a 252 metros sobre el nivel
del mar. Fornelos no era gran cosa; con apenas 200 habitantes, aquel pequeño
pedazo de tierra intentaba ser rescatado de un olvido que parecía inminente.
Tenía lo necesario que Hugo necesitaba para vivir: zona verde, intimidad y,
especialmente, silencio.
Las caras de las cinco personas que había
estado observando cuidadosamente desde Valladolid parecían serle incluso
familiares. Tenía la costumbre de imaginarse las vidas de quienes se cruzaban
en su camino: a qué se dedicaban, dónde vivirían, cómo se comportarían en
alguna situación, el número de hijos que tendrían… lo que más le gustaba era
ponerles nombre. Cuando ni siquiera habían salido de la estación ya había bautizado
a tres de ellos: Clara era la chica del vestido azul celeste que, tímidamente,
se mordía las uñas, probablemente por el nerviosismo que sentía al pensar en su
primer día de clase como profesora. Mauricio sería el joven oportunista
trajeado y descarado que no guardaba ningún reparo en mirar las piernas
desnudas de Clara. Sofía, la anciana de aspecto familiar que llevaba consigo
una caja en donde habría un bizcocho con compota de higos (sin duda, la
preferida de Hugo). Le faltaba un niño pequeño que no se despegaba de Sofía
(sería su nieto y dudaba entre Antonio o Carlos) y, por último y profundamente
más desconcertante, un señor de unos treinta años mayor que él. Su apariencia
era de lo más espeluznante: uno de sus ojos resaltaba sobre la piel colgante y
estropeada porque estaba recubierto por una tela blanca azulada. En una ocasión
le pareció que uno de los dientes era de oro, pero prefirió disimular y
concentrarse en un punto para que no intercambiasen miradas. Hugo se sentía
incómodo, pero por una razón que no estaba relacionada con el desagradable
físico de aquel hombre, sino porque pensó en que las cataratas eran algo fácil
de corregir y que, si hubieran sido unas simples cataratas, él mismo habría
realizado la cirugía que salvase a su abuelo, pero ya era demasiado tarde.
Tras una experimentada carrera como
meticuloso y concienzudo médico -lo cual era irónico puesto que amaba la vida
tanto como para dedicarse en cuerpo y alma a combatir la muerte, pero rehusaba
cualquier contacto con humanos pues la sola idea del trato le molestaba- su
abuelo comenzó a desarrollar una curiosa enfermedad que afectaba, de una forma
sorprendentemente dolorosa a un nervio que se ramifica en oftálmico, maxilar y
mandibular. Ésta es la neuralgia del trigémino, también conocida como la
enfermedad del suicidio. Alfonso, cuya única preocupación había sido cuidar de
su nieto y proporcionarle unos estudios, comenzó a padecerla a los setenta y
dos años, en 1968, cuando Hugo había empezado la carrera. Los dolores son tan
intensos que los pacientes pueden incluso llegar a desmayarse cuando ya no
pueden soportarlos. El tratamiento consistía en dosis de derivados de la
morfina como calmantes, pero no eran suficientes. Por las noches, cuando Hugo
llegaba a casa y el frío le calaba los huesos, no podía imaginarse que el
corazón se le pudiese helar al ver al que consideraba su padre rabiar de dolor.
“Es como si veinte gatos tratasen de arañarme la cara y quisieran castigarme
por algo, pero no te preocupes Hugo, no me voy a rendir”. “NO ME VOY A
RENDIR”…esas palabras resonaban en su cabeza cuando el anciano de la estación le
devolvió a la realidad diciéndole, con voz rasgada, que el tren daba el último
aviso para salir hacia A Coruña. Ya dentro del vagón, se decantó por José como
nombre estrella para un hombre tan peculiar, pensó que de esa forma habría algo
en su vida que no fuera extravagante.
Se despertó de repente, algo avergonzado
porque dormir en público no era propio de él. El viaje estaba haciéndose más
tedioso de lo que esperaba. Miró por los cristales sucios y congelados y volvió
a él un recuerdo que pensaba estaba enterrado. Era un trágico, un romántico
encerrado en su corazón, la lágrima del héroe que nunca cae para no demostrar
debilidad, un prisionero de sus emociones y sus miedos, un enamorado de las
historias tristes, esas que tienen más magia porque son las que muestran cómo
los perdedores salen a flote cueste lo que cueste. Como si fuese un fantasma
presente en el salón de la casa de sus padres, se vio a él de pequeño, destapando
junto a su abuelo el único regalo que tuvo las navidades de 1955 en las que
cumplió seis años. Era un precioso instrumento de madera barnizada que olía a
grandiosidad. Al principio no entendía bien para qué era ni el propósito de
aquella maravilla, pero no tardó en descubrir que, de esa manera, no escuchaba
a sus padres discutir. Los vasos rotos se ocultaban entre las sinfonías de Tchaikovsky,
el concerto en Do mayor era su
preferido para tapar los portazos cuando su padre encerraba a su madre en el
dormitorio. Mientras se gritaban con odio, las dulces notas de Mozart flotaban
en sus oídos y la histeria acusadora de su madre se paliaba con un ritmo acelerando que coincidía con el
ajetreado ritmo del latir de su corazón. Un par de años más tarde, cuando ni
siquiera esa pasión fue capaz de parar los golpes que su padre le asestaba,
huyó a casa de su mejor amigo: su abuelo. Sólo llevaba su violín, que se mojó
con la lluvia en una tarde oscura de febrero de 1957. Sus lágrimas caían
inconfundibles junto con el agua que del cielo le empapaba generosamente. Se
secó y se durmió plácidamente antes de escuchar el portazo que Alfonso dio para
ir en busca de los objetos personales y tutela de su nieto.
La siguiente escena fue ver entrar a su
abuelo entrando en la casa, horas más tarde, calado hasta el alma, llorando y
con una maleta que contenía ropa y documentos que Hugo no llegaba a entender.
Ese fue el último día que tuvo que ver a sus padres y Alfonso le dio una
valiosa lección: “entierra a tus demonios Hugo, mándalos al infierno y pon un
candado de felicidad tan fuerte que jamás puedan salir para hacerte daño. Es
muy importante, quizá el mejor consejo que pueda llegar a darte nadie.”
El tren se detuvo tras unos esfuerzos que
se notaban un par de kilómetros antes de frenar con el molesto chirriar de las
ruedas. El señor Caamaño cogió sus pertenencias, que no eran más que una maleta
cargada de ropa y su maletín de piel. En el exterior hacía frío, más de lo que
se podía haber esperado; era como si el universo le estuviera mandando señales
de que no debía seguir su camino. Contra toda fuerza que le evitara llegar a su
destino, tenía claro que no se iba a dejar abatir. Era una decisión que le
había costado tomar pero que suponía a su vez cortar las cadenas con las que
hacía mucho tiempo que estaba atado. Toda la vida en la misma ciudad le estaba
asfixiando y, a pesar de que ya tenía su rutina establecida, el doctor Caamaño
decidió tomar las riendas de su vida y cambiar de aires, aprender a enfrentarse
a lo desconocido y sobretodo, intentaba ser susceptible de vivir una aventura.
Un mes antes, a principios de 1987, envió algunos muebles pesados en camión a
la casa que había comprado en Fornelos, sin ni siquiera documentarse sobre ese
lugar; sabiendo lo necesario como para decir orgulloso que no sabía nada.
Tienes mucha verdad ahí detrás
ResponderEliminarespero que te esté gustando y que leas el segundo, que ya está colgado.
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