Triste, desolada y sin una aguja que le marcase el norte, se hundía en el humo de sus cafés cada mañana, como si este tuviese las respuestas a unas preguntas que temía hacerse.
Y al respirar, pretendía ser quien pusiera el aire, y al morir en sus recuerdos, intentaba retener los impulsos de lágrimas inevitables. Y entonces, lloraba. Esto solo pasaba cuando mudaba de coraza y dejaba al descubierto el hermoso ser que era, ese al que le gustaba sentirse amada y murmuraba palabras de suerte, de amor y de vida. Ese al que aún no habían herido ni roto el corazón; ese al que por muchas lluvias que cayeran, disfrutaba mojándose y riendo como el espíritu libre que pertenecía a la felicidad.
Cambiando el rumbo y la trayectoria, haciendo apología de la crueldad que se cierne sobre todos alguna vez, caminaba sin expresión, ensimismada hasta lo más profundo.
Pero como ese invierno que le consternaba, todo llega a su fin. Fue una tarde en la que decidió salir a tomar algo, un helado o un respiro. Acabó deambulando más de lo previsto y entró a una plaza en la que reinaba el bullicio. Parecía haber una cata de vinos. Nunca le habían gustado, pero se animó a perder el miedo a probar cosas nuevas. Se sentó en una mesa apartada, donde olía a azahar y a verano, a cera derretida y a uva fermentada. Se oían los acordes de una guitarra mal afinada y las curtidas manos de un viejo música en una caja. Una mirada y tan solo tres segundos fueron necesarios para quedarse prendada de los gestos de sus manos. Estaba tan brillante, tan helénico, tan seguro y pausado, tan elegante y descuidado. ¿Cómo tuvo la sensación de haberle echado de menos cuando aún estaba en proceso de saber sobre su vida? Ella, que se volvió tímida y cobarde, miró hacia otro lado, sabiendo que el aura de misterio que le rodeaba causaría efecto y lo atraería, con ese mágico magnetismo.
Empezó una guerra en la que las principales armas los despuntaban a ambos: esos labios que se mordían, las sonrisas que no iban a ninguna parte, los juegos enredándose el pelo... Esas cosas los estaban atrayendo tan rápido que la anarquía tomó las riendas y se acercaron para hablar. Comenzaron como tienen que comenzar las cosas tan caóticas, con un solo beso cerca de la boca. Sentía que el corazón le dio de sí, de tanto latir por él en tan solo un momento. La cautivaba, bailando, cada noche cuando cenaban a la luz de las velas, en cada pecado compartido que surgía en sus conversaciones, con esa cantidad de risas y de besos que se daban. Le trastornaba, con esas ideas tan disparatadas y los planes que anclaban sus instintos. No quería soltarlo, ni un segundo, pero ante todo (y eso era lo más importante) quería su felicidad.
No sabía qué acabó sucediendo, de verdad que no lo sabía. Era un tipo de lo más risueño, despreocupado, nada leal a las mujeres y capitán de su propio barco. Sus amigos se quedaron asombrados cuando lo vieron días después de la cata de vino. Uno de ellos se lo encontró en el mirador, riendo a carcajadas con una chica de las que llamaban la atención. Le brillaban los ojos, hablaba de una forma distinta, estaba más atento de las cosas que antes odiaba, como el móvil o una brisa más intensa. No había pasado demasiado desde su última relación, pero es que esa chica le había cambiado. Se despertaba con ganas de un café a su lado, de soplarle el humo a la cara, de verla dormir sentada en el sofá, de hacer cosas cotidianas con ella para que esa parte de semidiosa se acercase un poco más a la Tierra que él observaba ahora desde las nubes. Tan poco tiempo después y la amaba, de una manera inconsciente, e iba a su encuentro lentamente, haciendo etérea esa sensación de ingravidez que sentía cuando estaba a su lado.
Le parecía que la habían hecho tanto daño que no llegaba a confiar ni en sí misma, pero se notaba su perspicacia, una chica inteligente que era capaz de quitar el aliento con tan solo la mirada. Su voz lo volvía loco, hasta puntos tan insospechados que resultaba peligroso. Peligroso, tal vez, porque era agradable y bonito eso de tener alguien que perder, de poder decir que estaba enamorado de verdad, de dejar a las niñatas que no le completaban, de apartarse de los océanos grises en los que le habían arrastrado otras veces. Su mar estaba lleno de vida, de poesía, de inocencia y picardía.
Lo dejaba atónito cuando hacía algo como morderle la oreja de repente, o cuando la veía leer bajo los rayos del sol. Creía amarla cada vez más cuando cerraba los ojos e inspiraba fuerte creyendo que nadie la veía, intentando atrapar el verano en su interior. Pretendía sorprenderla y llenarla de mimos, llevarla a lugares en los que no hubiera estado, recomponerle el corazón a base de besos, hacerla bailar y darle vueltas para que dejara de ser aquella pequeña de las dudas infinitas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario