viernes, 31 de marzo de 2017

¿De qué color se pone tu cielo?

Las grandes cosas tienen algo de heroicidad intrínseca. Porque si no no serían grandes; porque si no no serían gigantes. Pero no hace falta darse aires de grandeza ni hacer apología de excentricidades a las que llamamos "propias", como si nos creyésemos con el poder de decir que somos únicos en este mundo.

No tiene nada de malo llegar antes, llegar más lejos o estar sin más parado viendo como pasan los trenes. A mí nadie me va a forzar a que me suba a uno y si he perdido una oportunidad es porque realmente no estaba hecha para mí -o sí- pero no era el momento ni el lugar. 

Lo que pasa y no vuelve es la búsqueda de la felicidad. Las risas. Los años. Los sueños. Los viajes. Las fotos. Ese rayo de sol con el que aprendiste a serenarte y esa lluvia que no era ácida y sin embargo secaba tu amargor. Los primeros besos y los últimos abrazos. No vuelve el aprendizaje de un escarmiento que sirvió para que avanzaras cuando olvidas de dónde viniste. No vuelve la chispa de frescura cuando permites que el peso de la vida te chafe. No vuelve esa sensación de decir una palabra única de tus raíces y sentir orgullo de que sea, simplemente, tuya, vuestra; cuando no vuelves a casa para recordar cómo se oscurece allí el cielo. No vuelve la sensación de necesitar esa comida de domingos en las que, realmente, la mejor guarnición era estar todos juntos.


Con todo esto y después de divagar, solo quiero decir que tan importante es saber a dónde quieres llegar como no olvidarse de los motivos por los que estás allí. Y ser feliz, y hacer feliz a quien esté a tu lado. Porque es cierto, los cuerdos nunca conquistaron nada y los locos que se quedaron solos murieron rodeados de un éxito vacío.

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