Hacía meses que no le decía
tantas veces a mi padre “te quiero”. Y muchos que él no colgaba cada llamada
recordándomelo a mí también. Puede que nunca nos lo hayamos dicho el uno al
otro tantas veces seguidas.
Pero también hacía mucho, por no
decir “nunca”, que no me enfrentaba a una situación así. Hoy es sábado y tan
solo lo sé porque lo marca el calendario. No hay nada que me evoque el día de
la semana que es: no tengo que ir a clase, no tengo ninguna reunión, no tengo
amigos con los que quedar hoy para contarnos qué tal ha ido la semana.
Todos se han ido. Mucho se ha
acabado. Y aunque me siento como si estuviera en un sueño en el que soy una
palmera doblada en medio de un huracán, sé que no acabaré partiéndome en dos y
dejando un tronco roto. Siempre he sido una pieza completa, pero parece que últimamente
no hay “siempre”, ni “nunca”.
Hoy he sido muy tonta y muy
lista a la vez. Alguien ha lanzado una moneda al aire y ha caído de canto,
dejándome al descubierto y con poca capacidad de acción. Me han robado, y lo
sé, y poco puedo hacer. Pero no es solo el dinero, me duele cada pensamiento
que desencadena la situación del coronavirus. Me duele por mi futuro, por el de
la gente que vive en la calle y sé que puede morir. Me duele por mi familia,
por mis amigos. Me duele por Javi. Me duele por mí.
Hemos declarado lo que ha
pasado, tengo pruebas de todo, tengo la razón. No sirve, ¿por qué? Porque el
mundo no funciona así; el mundo es un lugar en el que gana más veces el diablo
que el bien. Y en el que existe egoísmo por un paquete de arroz. Existen las
enfermedades que arrasan con todo y dejan un vacío de verdad, no como el que
sientes solo cuando se cancela un viaje que tenías planeado; es más del tipo no
poder volver a ver a quien quieres.
Y quiero que mi mundo sea uno en
el que mi padre me escriba “qué haces golfanta? Ponte a estudiar” en vez de uno
en el que me dice “No te vuelves loca que le den por el culo al dinero. No
vayas a sitios con riesgo de coronavirus. A veces $4700 no es nada; hay otras
cosas que valen mucho más. Eres muy joven todavía para aprender eso pero hazme
caso”.
Siempre tienes razón. Bueno, no
siempre, pero te quiero con toda mi alma.
Llevo un rato en blanco. No sé
qué más puedo decir porque solo me apetece llorar. ¿Por eso acabo con un “te
quiero”? Porque son dos palabras que lo dicen todo cuando no queda nada más que
añadir. Como esos finales de película que son broches perfectos y que tanto me
gustan.
Cuando lloro, no me salen las
palabras. Me acuerdo cómo solía pensar que era porque el cuerpo y la mente son
tan inteligentes que van al mismo compás. Cuando la cabeza necesita limpiarse,
el cuerpo la ayuda poniéndote un límite para que no te salgan las palabras. Tu
mandíbula desatada te ruega que te centres en sacar lo que tienes dentro. Las
lágrimas escuecen en los ojos para que los cierres y mires lo que tu interior
te quiere mostrar. Las manos están frías y cuesta moverlas para que ni siquiera
dejes que tu comunicación verbal hable por ti.
También tengo presente que el
globo terráqueo tatuado en mi espalda me recuerda cómo los segundos y los
minutos son tan solo la invención del hombre para contabilizar el tiempo. Un
tiempo que pasará a la misma velocidad independientemente de cómo esté yo.
Porque la Tierra seguirá girando; me suba o me baje del carro.
Y también recuerdo como Mari me
dijo “crécete ante las adversidades, porque van a ser muchas”. Soy valiente o
al menos me he mentido suficientes años como para creérmelo a estas alturas y
no abandonar. Me he quedado aquí, asumiendo las consecuencias y, ahora que
Conse y Cuencias han llegado, les voy a plantar cara de la mejor forma que sé.