Supongo que me quería pasar por aquí para contar esa extraña sensación que uno tiene cuando se siente en casa.
Quizá las raíces son tan profundas como el suelo de aquel que pisa un lugar lejano por mucho tiempo.
Tengo una carta por leer y pocas ganas de abrirla. Puede que por el miedo a que me saque de este suelo al que considero mi hogar y me retraiga a aquellos momentos en el Mediterráneo. Queriendo perdonar a la versión de mí que se acerca a tentaciones que siempre se asemejan a recuerdos.
No me molesta nada de la vida a la que llevo - me repito mientras reviso los recuerdos que algún día me dolían. Pidiendo algún que otro deseo más al Dios Tiempo, para poder olvidarme de a quien amé en un pasado certeramente cercano.
Me paraliza el sentido que tiene un baile, pues no hay idioma que lo traduzca. Se siente. Como el viento. Te inquita y te deja extraño por una décima de segundo hasta que tu cuerpo reacciona inherente al sentido del ridículo y te enseña que la vida pasa, como las notas que jamás sentirás de nuevo en el preciso momento en el que retruenan contra tu cuerpo. Nunca más en ese lugar, con la misma gente, en se presente rodeado de circunstancias que nos inundan.
Como las olas de un mar inquiero y estrepidante, uno que acongoja y te deja vacío por su belleza. Esa que te hace tan pequeño que no quieres volver a sentirte grande; porque entonces lo has entendido: eres tan solo la orquestación de carbono que danza en una vida caótica. La misma que te ha llevado a ese momento. A la lluvia, a las sonrisas, a una mirada entre extraños que es indescifrable para los que no se miran con el deseo que desencadenan los secretos.
Y ahora, que me siento en casa, pequeña y bastante bailarina, me deseo un abrazo que me cure el alma lo suficiente como para no tener que abrir ninguna carta.
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