Estaban
furiosas. Alteradas por fuerzas que son más grandes que nosotros. Un tipo de
revolución a la que no somos capaces de llegar con nuestra naturaleza humana. Y
es que las olas estaban rompiendo sobre el malecón. Creía que confundidas ya
que su agitar descargaba desorganizado y arrogante.
En
mi interior estaba sucediendo algo parecido. Tanto tiempo fuera que al llegar
se siente uno como si el tiempo no hubiera pasado pero las reglas sí lo
hubieran hecho. Con los párpados pegados al suelo y mi mano al asa de una
maleta rota por los kilómetros, me dirigí sin dudarlo al hospital. Para verle
tumbado en una cama, tan bondadoso como siempre, pero con un estupor que me
encogía el alma. No sé cuántas vidas necesitaría para acostumbrarme al acongoje
que me produce la muerte. Aunque haya sido valiente en el pasado y la haya
sostenido entre las manos, ella siempre es fría y obscena.
Avanzando
en las siguientes dos semanas como fotografías que puedes ver en tres segundos,
veo la risa de mi hermano cuando le doy un abrazo. También la rabia de mi
hermana como adolescente naciente al plantarse frente a desafíos que las dos
sabemos que no está preparada para afrontar. Veo a mi sobrina, no de sangre
pero de alma, dándome una pureza que solo puede brotar de algunas fuentes. Veo
a mis amigos, los que se han marchado, los que están pero lejos y los que se
quedaron. Como aquellas olas agitadas sin orden y concierto, cada uno emerge
hacia una dirección. Ahora estamos todos alrededor de la misma mesa en la que
otras veces nos hemos despedido.
Veo
Madrid. Mi Madrid. Nuestro Madrid. Veo, desde el aire, una manta de tonalidades
verdes y marrones que se confunden rápidamente con el azul del horizonte que
estoy pilotando. Veo la nieve e incluso el viento, ayudándome a dejar atrás y
bajo mis esquís las conversaciones desagradables que han pegado portazos
violentos. Veo, de nuevo, a mi abuelo. Pero esta vez joven y descubriendo, como
quizá tal vez lo esté haciendo yo ahora, un futuro incierto y ansioso por
triunfar.
Veo
un roscón de reyes vacío, sin figuras, a la vez que una serie de amor que me
recuerda a lugares que nunca he visitado, pero a los que me muero por ir. Veo
propósitos, incertidumbre, humildad y buenos tiempos. Veo la fantasía de
recorrer las calles empedradas de Toledo con el abrigo del calor de un vino
Aalto. Veo la disposición de una adulta que ha determinado que su tiempo vale
más que la potestad sobre ningún objeto.
Y
aunque solo me hayan contado que en el Pacífico las olas estén rompiendo contra
el malecón y mi mediterráneo esté en calma, el tiempo ha pasado y las reglas no
han cambiado. Sigo aquí, estoy aquí. Seguimos queriéndonos con avaricia y sin
arrepentimiento. Quiero querer, sin prisa, en la distancia y a sorbitos que
sepan a aventura y paz.
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