martes, 28 de octubre de 2014

El harakiri involuntario del tiempo

Él también sentía esa necesidad de parar para observar en la oscuridad, quieto y sin moverse, todos los acontecimientos que pasaban a su alrededor. Pocas veces lo conseguía, desanclarse del pasado como lo haría una mosca atrapada entre las voraces hojas de una planta carnívora. Este infierno de recuerdos que lo torturaba no era otra cosa que los susurros que su cabeza le traía cada vez que pensaba que estaba solo en el mundo, que había tratado de encontrar su lugar en todos los huecos posibles y que lo único a lo que aspiraba era a precipicios sin caída.

Su corazón latente, ese mismo que ahora no tenía ni el más mínimo ápice por el que luchar, se negaba a afrontar la triste realidad, o al menos, la que parecía ser la única y absoluta realidad. Pero hasta él sabía que aunque el relativismo no funciona siempre, en este caso sí dependía de cómo se mirasen las cosas. Aprender a mirar un espejo parece sencillo pero en realidad es de lo más abstracto: percibimos los colores de una manera, nuestro cuerpo, nuestro movimiento. La mente nos engaña suponiendo una imagen de nosotros mismos que en la mayoría de ocasiones infravaloramos. Lo que para uno es alto para el otro sigue siendo bajo… estamos acostumbrados a tanto cliché que en realidad no nos paramos a pensar que no hay manera de imaginar un nuevo color, no es posible inventar un material que se comporte absolutamente distinto bajo las leyes físicas mundanas, ni si quiera somos capaces de soñar con rostros nuevos cuando estos solo son recuerdos que se nos presentan en la cabeza.

Tras ese momento ensimismado y de silencio incómodo, se dio cuenta de que todas las conclusiones a las que llegaba no eran alentadoras. En realidad se le ocurrieron tres o cuatro, todas ellas con sus correspondientes variaciones de tiempo o lugar, todas ellas igual de descabelladas e inútiles.

Caminó, caminó largo y tendido bajo un día que, como no podía ser de otra manera, acompañaba a su estado de ánimo. Era su poesía diaria, perder continuamente la esperanza en una lucha diaria sin medallas ni bandera. Tenía una cosa clara: recordarla le dolía. Pensarla le dolía. Incluso respirar le dolía porque una vez te acostumbras a respirar de la boca de una persona no es lo mismo. Cuando lo haces solo te sientes perdido, como si la cosa más fácil del mundo como coger aire se convirtiera en un reto mayor que escalar el Everest.

Sucedió entonces una cosa sin demasiada importancia pero que cambió algo en él. Todos sabemos cómo funciona un reloj, ¿no? Ese día su reloj se paró. Sí, cuando vio el cielo oscuro y la noche intentando atraparlo entre sus fauces, observó que el segundero no avanzaba por la esfera como de costumbre. Se quedó en el segundo 23, haciendo que el tiempo jugara al despiste y lo confundiera. Iba a volver a casa, pero no tenía nada que hacer allí. En realidad no tendría nada que hacer en ningún lado, quería llegar a ninguna parte; por desgracia hacía años que había dejado de creer que ese sitio existía.

Se dio cuenta de que el harakiri involuntario que su reloj le asestó se debía precisamente a que todo el tiempo que había perdido, todas las lágrimas que había derramado, todas las palabras que se ahogaron en su boca…fueron producto del miedo. EL MIEDO. El vacío. La soledad. La falta de autoestima. El exceso de desconfianza. Esas cinco losas que caían sobre él y le llevaban aplastando el espíritu desde hacía mucho; ese mismo espíritu joven y desenfrenado que una vez le perteneció.


El tiempo, una cosa tan importante, necesaria y valiosa que todo el mundo se arrepiente de dos cosas relacionadas con él justo antes de que las tres deidades mortales corten el hilo de sus vidas: la primera es de haberlo desperdiciado en banalidades y la segunda es no haberse atrevido a más. Ambas no son nada inesperadas, es más, aunque el chico hubiera sido la persona que más hubiese exprimido la vida, estoy segura de que antes de morir se arrepentiría de las dos cosas; nunca se tiene demasiado jugo de la vida.

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