Él también sentía esa necesidad de parar para observar en la
oscuridad, quieto y sin moverse, todos los acontecimientos que pasaban a su
alrededor. Pocas veces lo conseguía, desanclarse del pasado como lo haría una
mosca atrapada entre las voraces hojas de una planta carnívora. Este infierno
de recuerdos que lo torturaba no era otra cosa que los susurros que su cabeza
le traía cada vez que pensaba que estaba solo en el mundo, que había tratado de
encontrar su lugar en todos los huecos posibles y que lo único a lo que
aspiraba era a precipicios sin caída.
Su corazón latente, ese mismo que ahora no tenía ni el más
mínimo ápice por el que luchar, se negaba a afrontar la triste realidad, o al
menos, la que parecía ser la única y absoluta realidad. Pero hasta él sabía que
aunque el relativismo no funciona siempre, en este caso sí dependía de cómo se
mirasen las cosas. Aprender a mirar un espejo parece sencillo pero en realidad
es de lo más abstracto: percibimos los colores de una manera, nuestro cuerpo,
nuestro movimiento. La mente nos engaña suponiendo una imagen de nosotros
mismos que en la mayoría de ocasiones infravaloramos. Lo que para uno es alto
para el otro sigue siendo bajo… estamos acostumbrados a tanto cliché que en
realidad no nos paramos a pensar que no hay manera de imaginar un nuevo color,
no es posible inventar un material que se comporte absolutamente distinto bajo
las leyes físicas mundanas, ni si quiera somos capaces de soñar con rostros
nuevos cuando estos solo son recuerdos que se nos presentan en la cabeza.
Tras ese momento ensimismado y de silencio incómodo, se dio
cuenta de que todas las conclusiones a las que llegaba no eran alentadoras. En
realidad se le ocurrieron tres o cuatro, todas ellas con sus correspondientes
variaciones de tiempo o lugar, todas ellas igual de descabelladas e inútiles.
Caminó, caminó largo y tendido bajo un día que, como no
podía ser de otra manera, acompañaba a su estado de ánimo. Era su poesía
diaria, perder continuamente la esperanza en una lucha diaria sin medallas ni
bandera. Tenía una cosa clara: recordarla le dolía. Pensarla le dolía. Incluso
respirar le dolía porque una vez te acostumbras a respirar de la boca de una
persona no es lo mismo. Cuando lo haces solo te sientes perdido, como si la
cosa más fácil del mundo como coger aire se convirtiera en un reto mayor que
escalar el Everest.
Sucedió entonces una cosa sin demasiada importancia pero que
cambió algo en él. Todos sabemos cómo funciona un reloj, ¿no? Ese día su reloj
se paró. Sí, cuando vio el cielo oscuro y la noche intentando atraparlo entre
sus fauces, observó que el segundero no avanzaba por la esfera como de
costumbre. Se quedó en el segundo 23, haciendo que el tiempo jugara al despiste
y lo confundiera. Iba a volver a casa, pero no tenía nada que hacer allí. En
realidad no tendría nada que hacer en ningún lado, quería llegar a ninguna
parte; por desgracia hacía años que había dejado de creer que ese sitio
existía.
Se dio cuenta de que el harakiri involuntario que su reloj
le asestó se debía precisamente a que todo el tiempo que había perdido, todas
las lágrimas que había derramado, todas las palabras que se ahogaron en su boca…fueron
producto del miedo. EL MIEDO. El vacío. La soledad. La falta de autoestima. El
exceso de desconfianza. Esas cinco losas que caían sobre él y le llevaban
aplastando el espíritu desde hacía mucho; ese mismo espíritu joven y
desenfrenado que una vez le perteneció.
El tiempo, una cosa tan importante, necesaria y valiosa que
todo el mundo se arrepiente de dos cosas relacionadas con él justo antes de que
las tres deidades mortales corten el hilo de sus vidas: la primera es de
haberlo desperdiciado en banalidades y la segunda es no haberse atrevido a más.
Ambas no son nada inesperadas, es más, aunque el chico hubiera sido la persona
que más hubiese exprimido la vida, estoy segura de que antes de morir se arrepentiría
de las dos cosas; nunca se tiene demasiado jugo de la vida.
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