“¿Cuándo has crecido tanto?” fueron las palabras de uno de los
profesores y personas que más he admirado y admiraré jamás. Me tiré casi tres
horas copiando a mano esas 15 hojas que había escrito a ordenador en un fin de
semana. Conseguí cambiarle el nombre al documento por “Memorias de 11 años”.
Resultaba ridículamente adorable que una niña como yo incluyese algo tan ficticio
como “memorias” cuando parecía que ni siquiera alguien que superase la mayoría
de edad podría tener la determinación y el coraje de decirlo.
MEMORIAS…. Yo llamaba eso a lo que en realidad era mi día a día.
Describí el color verde botella de nuestras faldas que, en invierno, se
juntaban con las medias del mismo tono en una amalgama de piernas correteantes
sobre el patio del colegio. También contaba lo que no me canso de decir; cuánto
me gustaba destapar el bote de la canela y olerlo y meterme un poco de dalsy en
la boca cuando nadie miraba. Aquello me hacía sentirme realmente mal luego,
nunca fui del todo desobediente. Uno de los capítulos hablaba casi por completo
de una golondrina que venía cada abril a poner sus huevos sobre la lámpara de
la barbacoa. Yo pensaba que era la misma año tras año, que ya se conocía el
lugar y se sentía bienvenida en nuestra casa.
Pulsaba las teclas del ordenador de mi madre tan rápido que me
entorpecía yo sola en una explosión que emergía de mi cabeza tan rápido como
los colores de una sombra; todo aquello para que Don Martín tuviese el lunes en
su mesa un regalo de Navidad que no podía contener más cariño.
En efecto, después de teclear durante dos días, la noche que dejaba
al domingo atrás estuve transcribiendo a papel aquellos folios de mis MEMORIAS
tan absurdas como poéticas. No, no era poesía lo que escribía; lo que era
poético, casi irónico, era la pretensión de cada espacio entre las letras que
una niña se dedicaba a escribir con felicidad.
Quizá fuera esa la chispa que me llevó a creer en esto, en lo que
me curan las metáforas y el placer de saber que no tengo porqué caer en el
olvido siempre y cuando mis consejos se sigan leyendo. Aclaro que soy
profundamente consciente de que seré olvidada, cuando aquellos que me quieran
mueran o pierdan la cabeza. Ni siquiera aunque mis citas fueran impresas en las
paredes de los edificios más emblemáticos se me recordaría. Debe de ser porque
no somos lo que decimos, ni lo que hacemos, ni lo que pensamos. Somos lo que
amamos, lo que sentimos; y no se puede recordar algo que no es, algo que no se
ama, algo que no se siente.
Al final puede ser que todo se reduzca a eso: todas las mentiras,
todos esos perdones que damos por asumidos y que en realidad cambiarían el
rumbo de nuestras historias enteramente. Las miradas que se atreven a dar el
salto son las que se recordarán siempre, los bailes que no son convencionales
ni en sitios ruidosos, más bien aquellos que se hacen en un muelle mojado por
el agua condensada de la noche. No se recordarán los grandes éxitos del verano,
sino aquellos que batían tu corazón sin que nadie los convirtiese en trending
topic.
Me he acordado de Memorias de 11 años porque hace un par de días le comenté a un
reciente buen amigo que somos lo que decimos. Su negación tan rotunda a mi aseveración
fue seguida de mi estupendo argumento de utilizar la filosofía para rebatir
eso. Tengo razón en que habría utilizado a algún gran filósofo a los que les
debo más que reflexiones para haberle convencido de que sí, somos lo que
decimos. Pero me equivocaba tanto en mi interior que se me apareció una niña de
11 años y su trepidante inocencia. Ese fantasma del pasado sujetaba un escrito
grapado y me recordaba lo siguiente:
“No siempre soy lo que digo. Yo siempre digo que me gusta el puré
que hace mamá, y que me gustaría que mi amiga Gloria viviese en mi calle para
ir a jugar siempre a su casa. Pero yo sé que aguanto cuando trago el puré para
que sea alegre y que me gusta que Gloria viva en la calle de las Azucenas
porque son naranjas y el color naranja es el más bonito que hay. Por eso a
veces miento cuando digo cosas pero no somos lo que decimos pero sí lo que
sentimos.”
No sé cuándo me he hecho mayor. En realidad sí, le pongo fecha,
hora, lugar y cielo a ese día lluvioso de mayo. Desde entonces no sé cómo he
llegado hasta aquí. Ahora ya no me confundo al hablar ni mis emociones. Ya no
tengo 11 años, ahora soy la joven mujer que se enfrenta consigo misma cada día
por ser mejor persona y construir un futuro que le permita traer más
golondrinas en abril a su casa; que será donde estén ella, sus memorias y papel
con tinta.