Otra vez. Le molestaba
que la engañasen, pero esta vez se había creído una mentira que se veía venir y
eso era lo que más le dolió; no haber sabido diferenciar la mentira y haberla
creído.
Es difícil no aferrarte
al último ápice de esperanza; no creer en que puedes volver a tener lo que un
día fue tuyo y que no supiste valorar; negar que nunca realizarás muchos de tus
sueños. Es difícil hacerse a la idea de que todo cambia en esta vida, incluso
de un día para otro nada vuelve a ser como antes.
“La noche acabará bien,
ya verás como todo se arregla”. Tras escuchar esa frase y mientras la estrujaba
entre sus brazos un buen amigo, se le pasaron mil cosas por la cabeza:
situaciones, conversaciones, bailes, discusiones; todo ello hipotético pero
posible. Actos que se vieron reforzados por las palabras de aquella persona que
le aseguraba un futuro distinto.
Desconectó o por lo menos
lo intentó, pero aquella idea era demasiado fuerte como para desaparecer tan
rápido de su cabeza y desanclarse de su corazón. Entró valiente y decidida a la
pista de baile, más bien como si fuera a una batalla que como si estuviese
celebrando las fiestas locales. Todo ese espíritu guerrero se esfumó al
instante cuando él la cogió por las caderas para abrir paso entre la gente.
Sudaba y no había hecho más que empezar la noche. Necesitaba un trago. ¿O no?
Fuera como fuese no se lo pensó dos veces y, una vez servida, fue a la zona
donde se encontraban sus amigos.
Todo estaba muy oscuro y
las luces fosforescentes y parpadeantes impedían su avance entre la masa de
gente y de vapor de agua que formaban las respiraciones agitadas. La pisaron
repetidas veces aunque apenas lo notó ya que estaba concentrada en su objetivo:
llegar a la pista. Haciendo equilibrios con el vaso en la mano consiguió evitar
derramar el máximo contenido posible, hasta que un chico, que agitaba las manos
en el aire al son de la música, lo golpeó enérgicamente desparramando todo el
contenido sobre la blusa blanca que se había puesto esa noche.
Él se dio cuenta y cuando
se giró para ver qué pasaba, aquellos ojos lo deslumbraron. Brillaban entre ese
áurea apagada que era la discoteca, aunque avecinaban tormenta. Corrió, (en realidad no corrió debido a que
la aglomeración era tal que le fue físicamente imposible; digamos que “avanzó
de forma decidida e ininterrumpidamente”), en dirección al servicio de señoras,
era lo que le faltaba aquella noche para acabar de hundirse. Por supuesto, él
la siguió. Esperó fuera, inmóvil y tremendamente arrepentido. Sus oídos se
quejaban de lo altísima que estaba la música porque ya no estaba pendiente de
seguir el ritmo sino de volver a verla para disculparse.
Olía a cigarro y a sexo
dentro de los aseos. Se miró al espejo. No podía hacer nada, la mancha color
Coca Cola se había extendido por toda la parte del escote, inundando una
preciosa tela blanca como ella, con un olor a alcohol que repelía. Se quitó la
blusa y se quedó sólo con la camiseta básica que llevaba debajo que, a pesar de
ser muy poca cosa, agradeció tener. Estaba muy cabreada; pero a pesar de todo,
seguía preciosa.

Existen momentos en la noche que son preciosos aunque estes con un cubata por encima, peste de tabaco en el pelo o resto de vómito en los zapatos.
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