sábado, 13 de abril de 2013

Recuerdos de una guerra


Sonaban lejanos estallidos de bombas encontrándose contra el suelo. Se presentaban como gigantes, rompiendo el silencio sepulcral. No sabía qué me daba más miedo. Por una parte el vacío era horroroso. Esperabas un nuevo estruendo y no sabías a la distancia a la que podía estar ni si ibas a sobrevivir. Al menos si tus oídos estaban envueltos en ondas, lo llantos de los niños asustados y los de mamá intentando tranquilizarlos eran imperceptibles. Éramos franceses y el verano de 1914 se produjeron oleadas masivas de hombres dispuestos a luchar por la patria. Yo lo veía un absurdo, un sin sentido, ir a luchar por lo que es nuestro. ¿Y qué era nuestro? ¿Una nación configurada por los líderes políticos que ultrajaban nuestros derechos? ¿Las armas? ¿Los tanques? Yo veía más nuestro las lágrimas, las sonrisas, los abrazos, las cenas. Los recuerdos, que siempre serían nuestros. Veía más humano todo eso. Pero la parte más humana de mí no se podía manifestar, pues era mujer. No era algo de lo que no estuviese orgullosa, si bien es cierto que la  barba ayudaba y nacer hombre era el mayor privilegio.

            La casa se quejaba bajo mis pies. El daño y la sensación que sentíamos incrustada en el cuerpo eran imborrables. Decidí levantarme de la cama para tranquilizar a mi familia. “Una chica con 16 años tiene que ser capaz de encargarse sola de una casa” decía mi padre cuando se refería a mi matrimonio. Un compañero empresario suyo tenía un hijo de mi edad. Era gente con dinero e importante a la que papá admiraba. Cada vez que se tocaba el tema yo buscaba los ojos de mi madre para refugiarme en ellos, ocupados ocultando la vergüenza y el valor que necesitaba para saltar y gritar que nadie le arrebataría a su hija. Era asombroso lo diferentes que éramos. Quizá fuese por la época en la que yo había nacido de lucha o por la sensación revolucionaria de la edad. Quizá solo fuese por el placer de discutir, pero yo no era tan sumisa como ella.


            La luz del pasillo no se encendió. Llegué a la habitación donde estaban todos. Todos menos René. Mamá corrió desconsolada al verme entrar. Me agarró y pronunció algunas palabras que querían decir: busca a René. De repente su angustia y su preocupación me contagiaron.

            Tropecé con los escalones. Estaba fuera de mí. René, mi hermano pequeño de 5 años, siempre jugaba en el columpió que papá antes de ir a la guerra, construyó para él. Atravesé exhausta el trecho de campo que había hasta el inmenso árbol. Observaba cómo se hacía más grande progresivamente. Mi corazón, incapaz de bombear más sangre se rompió en mil pedazos al comprobar que no estaba allí. Con las manos echadas en la cabeza y sumida en la más profunda desesperación escuché su voz. Una dulce voz que jugaba con algo entre sus dedos: una granada. Unos segundos antes y me habría dado tiempo a lanzarla lo más lejos posible y a protegerle entre mis  brazos, o por lo menos a morir con él.

            Estruendo y ceniza. Caí en el suelo. No sé cuánto tiempo pasó, pero estaban todos al lado mío, gritando y llorando. No sé cuánto tiempo tendríamos que esperar para olvidar lo sucedido, pero aquella noche hasta el árbol del columpio sangró por un inocente.

            Unos meses más tarde, mientras susurraba al aire mis pensamientos cerca de donde descansaban los restos de René, escuché pasar un coche.

            Últimamente me había distraído mucho, ya no era la misma. La juventud que antes brillaba se había evaporado y mis fuerzas, antes incandescentes, habían dejado de arder junto al latido de mi corazón. Pasaba horas columpiándome y hablándole a René. Le contaba mis miedos a una boda prematura y concertada o  las pocas ganas que tenía de continuar escribiéndole cartas a Philipe, un chico con el que mantenía en secreto alguna relación indefinida. Esos momentos  en compañía de mi hermano muerto habían abierto una puerta hacia mí que yo misma desconocía.

            El vehículo se detuvo frente al portal. Supe, tras un sobreesfuerzo por parte de mis ojos, que se trataba de un vehículo oficial. Durante unos instantes miré para otro lado, creo que intentando desaparecer. Pero la curiosidad pudo conmigo y me acerqué.  La “Gran Guerra” aún no había terminado y nadie parecía querer ponerle fin.

            “Digamos que el amor no es egoísta, que es sincero y puro; que es ciego. Que no me  has regalado la vida de cinco hijos. Que no sigo pensando en ti cada día. Que no espero que regreses a casa y escuchar tu reconfortante voz. Que no te añoro todos los minutos. Digamos que no leo tus cartas cada noche, que no creo en las segundas, terceras y milésimas oportunidades. Digamos que no quiero que todo vuelva a ser como antes y que no te amo de forma a la que nadie amó. Digamos que cumplirás la promesa de que siempre estarías a mi lado y de que nunca me soltarías. Digamos que no estoy llorando y que mi corazón no sangra por un espíritu que se aferra a una falsa libertad inducida por una guerra que no es la suya. Digamos que no te necesito más que al aire.
Tuya siempre, Rose.”

         Reconocí la carta escrita por mamá hacía unos meses que cayó desde el automóvil. Levanté la vista y vi los brazos de  mi padre rodeando las caderas de mi madre, besándola y abrazándola para fundirse con ella. Volé hacia  ellos. La guerra nos cambió. No solamente a nivel físico ya que ahora teníamos una boca menos que alimentar y las dos piernas de mi padre quedaron en campo alemán, sino a otro nivel. No diré que vivimos felices para siempre ni que mi destino acordado no se cumplió, pero os puedo asegurar con certeza que la lucha nunca está justificada si hay dolor de por medio, porque al final son los recuerdos los que perduran no los motivos de odio.

1 comentario:

  1. "crudelis ubique luctus, ubique pavor, et plurima noctis imago"

    ResponderEliminar