Sonaban lejanos estallidos de bombas encontrándose contra el
suelo. Se presentaban como gigantes, rompiendo el silencio sepulcral. No sabía
qué me daba más miedo. Por una parte el vacío era horroroso. Esperabas un nuevo
estruendo y no sabías a la distancia a la que podía estar ni si ibas a
sobrevivir. Al menos si tus oídos estaban envueltos en ondas, lo llantos de los
niños asustados y los de mamá intentando tranquilizarlos eran imperceptibles.
Éramos franceses y el verano de 1914 se produjeron oleadas masivas de hombres
dispuestos a luchar por la patria. Yo lo veía un absurdo, un sin sentido, ir a
luchar por lo que es nuestro. ¿Y qué era nuestro? ¿Una nación configurada por
los líderes políticos que ultrajaban nuestros derechos? ¿Las armas? ¿Los
tanques? Yo veía más nuestro las lágrimas, las sonrisas, los abrazos, las
cenas. Los recuerdos, que siempre serían nuestros. Veía más humano todo eso.
Pero la parte más humana de mí no se podía manifestar, pues era mujer. No era
algo de lo que no estuviese orgullosa, si bien es cierto que la barba ayudaba y nacer hombre era el mayor
privilegio.
La casa se
quejaba bajo mis pies. El daño y la sensación que sentíamos incrustada en el
cuerpo eran imborrables. Decidí levantarme de la cama para tranquilizar a mi
familia. “Una chica con 16 años tiene que ser capaz de encargarse sola de una
casa” decía mi padre cuando se refería a mi matrimonio. Un compañero empresario
suyo tenía un hijo de mi edad. Era gente con dinero e importante a la que papá
admiraba. Cada vez que se tocaba el tema yo buscaba los ojos de mi madre para
refugiarme en ellos, ocupados ocultando la vergüenza y el valor que necesitaba
para saltar y gritar que nadie le arrebataría a su hija. Era asombroso lo
diferentes que éramos. Quizá fuese por la época en la que yo había nacido de
lucha o por la sensación revolucionaria de la edad. Quizá solo fuese por el
placer de discutir, pero yo no era tan sumisa como ella.
La luz del
pasillo no se encendió. Llegué a la habitación donde estaban todos. Todos menos
René. Mamá corrió desconsolada al verme entrar. Me agarró y pronunció algunas
palabras que querían decir: busca a René. De repente su angustia y su
preocupación me contagiaron.
Tropecé con
los escalones. Estaba fuera de mí. René, mi hermano pequeño de 5 años, siempre
jugaba en el columpió que papá antes de ir a la guerra, construyó para él.
Atravesé exhausta el trecho de campo que había hasta el inmenso árbol.
Observaba cómo se hacía más grande progresivamente. Mi corazón, incapaz de
bombear más sangre se rompió en mil pedazos al comprobar que no estaba allí.
Con las manos echadas en la cabeza y sumida en la más profunda desesperación
escuché su voz. Una dulce voz que jugaba con algo entre sus dedos: una granada.
Unos segundos antes y me habría dado tiempo a lanzarla lo más lejos posible y a
protegerle entre mis brazos, o por lo
menos a morir con él.
Estruendo y
ceniza. Caí en el suelo. No sé cuánto tiempo pasó, pero estaban todos al lado
mío, gritando y llorando. No sé cuánto tiempo tendríamos que esperar para
olvidar lo sucedido, pero aquella noche hasta el árbol del columpio sangró por
un inocente.
Unos meses
más tarde, mientras susurraba al aire mis pensamientos cerca de donde
descansaban los restos de René, escuché pasar un coche.
Últimamente
me había distraído mucho, ya no era la misma. La juventud que antes brillaba se
había evaporado y mis fuerzas, antes incandescentes, habían dejado de arder
junto al latido de mi corazón. Pasaba horas columpiándome y hablándole a René.
Le contaba mis miedos a una boda prematura y concertada o las pocas ganas que tenía de continuar
escribiéndole cartas a Philipe, un chico con el que mantenía en secreto alguna
relación indefinida. Esos momentos en
compañía de mi hermano muerto habían abierto una puerta hacia mí que yo misma
desconocía.
El vehículo
se detuvo frente al portal. Supe, tras un sobreesfuerzo por parte de mis ojos,
que se trataba de un vehículo oficial. Durante unos instantes miré para otro
lado, creo que intentando desaparecer. Pero la curiosidad pudo conmigo y me
acerqué. La “Gran Guerra” aún no había
terminado y nadie parecía querer ponerle fin.
“Digamos que el amor no es egoísta, que es sincero y puro;
que es ciego. Que no me has regalado la
vida de cinco hijos. Que no sigo pensando en ti cada día. Que no espero que
regreses a casa y escuchar tu reconfortante voz. Que no te añoro todos los
minutos. Digamos que no leo tus cartas cada noche, que no creo en las segundas,
terceras y milésimas oportunidades. Digamos que no quiero que todo vuelva a ser
como antes y que no te amo de forma a la que nadie amó. Digamos que cumplirás
la promesa de que siempre estarías a mi lado y de que nunca me soltarías.
Digamos que no estoy llorando y que mi corazón no sangra por un espíritu que se
aferra a una falsa libertad inducida por una guerra que no es la suya. Digamos
que no te necesito más que al aire.
Tuya siempre, Rose.”
Reconocí la carta escrita por
mamá hacía unos meses que cayó desde el automóvil. Levanté la vista y vi los
brazos de mi padre rodeando las caderas
de mi madre, besándola y abrazándola para fundirse con ella. Volé hacia ellos. La guerra nos cambió. No solamente a
nivel físico ya que ahora teníamos una boca menos que alimentar y las dos
piernas de mi padre quedaron en campo alemán, sino a otro nivel. No diré que
vivimos felices para siempre ni que mi destino acordado no se cumplió, pero os
puedo asegurar con certeza que la lucha nunca está justificada si hay dolor de
por medio, porque al final son los recuerdos los que perduran no los motivos de
odio.
"crudelis ubique luctus, ubique pavor, et plurima noctis imago"
ResponderEliminar