lunes, 31 de marzo de 2014

HUGO CAAMAÑO, CAP. 2: Las peores lágrimas son las que no se lloran

Odiaba los mapas. Aquella expresión malévola que quería simular orden y que siempre acababa mal doblado y sin serle de demasiada utilidad. Efectivamente, corroborando su opinión sobre éstos, acabó abandonando ese ilegible trozo de papel en un banco y se dispuso a hacer camino. Buscaría su nueva casa a partir de las indicaciones que le habían dado unas semanas antes: “tienes que coger camino desde la estación hasta Sendera Pines. De ahí tendrás que seguir hasta que pases el puente y luego subir la cuesta de la izquierda. Te llevará a la iglesia y al centro de Fornelos. Pasarás por detrás de ella, en la Rúa do Perdón, y antes de llegar a la panadería de la señora Juani, tuerces a la izquierda. Todo  comienza a hacerse más verde, pero mientras veas castaños tú sigue recto. Verás dos fincas grandes, la de Andrés Acevedo es la más cercana y la otra está abandonada. Tu casa está entre las dos”.
Hugo hizo un acto de fe bastante grande al confiar en la palabra de aquel señor que tenía un fuerte acento gallego y que era a la vez carnicero y propietario de la única inmobiliaria del pueblo.

Tomó la Sendera Pines. Se respiraba un aire distinto al de su ciudad, mucho más limpio y puro. Sus pasos eran largos, decididos y denotaban la seguridad propia de las personas tozudas como él. Comenzó a oír el sonido del agua caer sobre las piedras, abalanzándose en una estrepitosa carrera por avanzar terreno abajo. Observó el puente y no le cabía la menor duda de que, si permanecía allí durante al menos cinco años, vería ese viejo paso de madera caer. Lo cruzó a pesar de la fobia a las alturas que padecía desde pequeño; él siempre creía que los pies en la tierra era la mejor forma de evitarse muchos problemas. El suelo ya no era de polvos ocres, sino de un empedrado muy bonito a la vez que peligroso en días lluviosos. Subió la cuesta de la izquierda. Su brazo, quejumbroso, ya hacía tiempo que temblaba por la contracción repetida. Su equipaje no era demasiado pesado, pero ya llevaba un par de kilómetros y no se había cruzado aún con ningún ser vivo con capacidad móvil.

Reparó en que no había comido nada desde hacía horas. Miró el reloj. Las agujas marcaban las tres de la tarde y su estómago rugía. Una vez llegado a la plaza de la iglesia se sentó en un bar “O parrulo Coxo” (más tarde sabría que la traducción era “El pato cojo”, aunque tampoco le fue muy difícil deducirlo pues, el camarero y jefe, era un señor con una gran panza y problemas de cadera). Él era el único comensal. La oferta culinaria no era gran cosa, ni la higiene parecía la primera prioridad de aquel lugar; pero Hugo tuvo que romper una lanza a favor del Parrulo Coxo: se había tomado el mejor bocadillo de jamón y queso curado de toda su vida. Mientras disfrutaba de ese manjar que le supo a gloria, observaba el estilo de la iglesia, magníficamente esculpida, con adornos angelicales y símbolos tallados en la piedra, tal vez de origen masónico. De la fuente no brotaba agua, pero parecía un buen sitio en el que reunirse con alguien y disfrutar del sol de invierno. Un café amargo para retomar fuerzas y el doctor continuó su camino.

La Rúa do Perdón lo condujo hasta la panadería de la tal señora Juani. Se desprendía ya desde el principio de la calle el olor a pan tostado, a bollo horneado, a azúcar glass y a miel. No dudó en entrar. Juani se sorprendió al ver a una persona desconocida en su tienda. Era una mujer que no había salido de la comarca, criada en aquel trocito de mundo que remansaba paz, trabajadora del horno de su padre desde pequeña, que había heredado y llevado adelante con mucho esfuerzo y horas.
El aspecto varonil de Hugo, su barba algo canosa, su metro noventa, su buena planta y el traje que llevaba debieron ruborizar a Juani, que se sacudió la harina en el delantal, se colocó el cabello tras las orejas y puso una sonrisa que ocupaba toda su cara.
-¿Qué desea? Tenemos filloas de leite, bandullo, larpeira de crema y cabello de angel…todo de hoy.

Al ver la cara de incomprensión del desconocido cliente, supo que no era de Galicia ni entendia su idioma. “Un forastero” pensó y se le iluminó la mirada de forma algo maquiavélica. Hugo preguntó sobre todos y cada uno de los suculentos prostres para saber los ingredientes que llevaban. No era un hombre muy dado a lo dulce, así que finalmente decidió comprar unos preñaos de chorizo que, aunque ya los había tomado en Valladolid, acertó en su pensamiento de que esos estarían mucho mejor.
Salió de la tienda y torció a la izquierda. La ola de frío que sintió le penetró hondo y no se recuperó hasta horas después. Los castaños que rodeaban todo el camino eran inmensos. Se levantaban impresionantes, enormes, con formas que solo se adquirían tras centenarios de vida. Eran como gigantes sabios que tenían una historia que contar.

A lo lejos disipó por fin una finca. Cuando llegó a la verja, leyó un letrero de forja oxidado en el que ponía “Acevedo”. Ya estaba cerca. Continuó bajo las nubes grises y el viento helado hasta que por fin diferenció la figura de un hombre frente a lo que parecía su casa. Éste le saludó y se dirigió sin miramientos hacia él. Parecía malhumorado y con prisa. Con una mueca de agonía y frases que salían disparadas de su boca explicando lo tarde que era y todo lo que tenía que hacer, le dio las llaves a Hugo y se marchó. El nuevo huésped, casi sin tiempo de mirar cómo desaparecía el carnicero, se quedó mirando el exterior de la casa. Las paredes eran de piedras grises y el tejado rojo, al estilo de todas las casas que había visto por el pueblo. La puerta tenía una pequeña cristalera decorada con hierro en forma de hojas. Los marcos de las ventanas eran de madera oscura. Todo parecía fuerte y recio para soportar las bajas temperaturas. Entró y se le sobrecogió el corazón: la casa estaba vacía a excepción de sus antiguos muebles, que parecían esperarlo ocultos bajo sábanas blancas.

Limpió, colocó sus pertenencias, arregló las tuberías, hizo una lista de cosas que comprar y que apañar. Estuvo tres días trabajando sin descanso y bajando al pueblo sólo para comprar los materiales que necesitaba y lo justo para comer día a día. Lo primordial para él era sentirse a gusto y eso solo lo conseguía si hacía de su casa su templo.      
Ya hacía una semana desde el primer día que puso un pie allí. No era una mala vida, pero sí demasiado tediosa como para mantenerla a diario. Había hecho alguna ruta por los alrededores y clasificado la mayoría de las razas vegetales endémicas de la zona. También había hecho, meticulosamente, un despacho en el que descansar, leer y tocar el violín.

Bajó a hacer una compra algo más contundente para sobrevivir unos cuantos días sin tener que desplazarse tanto al pueblo. Las pocas veces que había ido no se cruzó con nadie, aunque reparó perfectamente en las expectantes miradas de aquellos, y más aquellas, que lo veían pasar. Esos murmullos y cotilleos molestos que a Hugo le parecían de lo más descortés.
Se disponía a volver a casa con varias bolsas cuando escuchó un grito ahogado, de esos que avecinan algún tipo de desgracia. Las dejó rápidamente en el suelo y corrió en dirección a la fuente del sonido. La vio de espaldas, tirada en el suelo. Algo extraño le sucedió al doctor que, sin saber cómo, se quedó paralizado detrás de aquella mujer. No supo cuánto tiempo pasó exactamente antes de que volviera en sí y fuera a socorrerla. Allí estaba, pelirroja, de tez clara, brillante como el oro pulido, ardiente como el fuego más intenso. Su mirada estaba empapada en lágrimas y sus manos rodeaban el tobillo que parecía hincharse por momentos. Hugo se presentó como doctor y examinó el pie de la joven sin preguntar sobre si podía o no hacerlo, como quien tiene el poder para acceder a todo lo que desee. Detectó una torcedura con probabilidad de rotura y en la muñeca derecha una fisura de tallo verde. La rodeó con los brazos y se la llevó a casa. Durante el camino, que pareció hacerse más corto que nunca, sólo salió un nombre de sus labios: Lucía. Estas cinco letras quedaron flotando en la mente de Hugo, que había sido incapaz hasta el momento de pensar qué nombre describía semejante belleza. Pero, como no podía haber sido de otra forma, era un nombre que encajaba perfectamente con aquella ninfa pelirroja.

Entraron a la casa, con cuidado de no rozar ningún objeto con las partes dañadas. Había resbalado con unas piedras y por la propia inclinación de la calle el golpe fue peor de lo esperado. En efecto, el diagnóstico de la muñeca se había cumplido pero, afortunadamente, no tenía el pie roto. Hugo se lo vendó, con extremo cuidado, como quien hace los barcos que se meten en las botellas. Una sonrisa y que fuera prácticamente la persona con la que hablaba en días la rodearon de un magnetismo aún más fuerte. Se tomaron un café. Poco a poco, Lucía, de unos insultantemente jóvenes 24 años, le contó que hacía meses que no tenían médico en el pueblo y que solo podían ir a Rodolfo, el veterinario que cuidaba del ganado de toda la comarca, podía ayudarles en algún tema sanitario.


Vicente Acevedo era su vecino, y también tío de Lucía y alcalde de Fornelos. No fue difícil para la joven convencer a Hugo de que se presentase a la mañana siguiente en el ayuntamiento y pidiese el puesto de médico; de todas formas, era lo que siempre había sido y sería, y aquella era su rutina preferida, salvar vidas. Pronto se hizo de noche y la acompañó hasta la fuente de la iglesia, como buen caballero que era, ayudándola a andar mientras avanzaban torpes campo a través. Se despidieron, y curiosamente a Hugo le dolió en el alma no saber cuándo se volverían a ver. Llegando ya a casa, sacó su maletín con todo el material especializado y puso un despertador para cumplir su objetivo. Ya metido en la cama, sólo podía recordar los rizos que caían como cascadas de lava sobre la espalda de su paciente improvisada, y en la frase que ésta le dijo cuando él le pidió que no llorase por el dolor: “las peores lágrimas son aquellas que no se lloran”.

1 comentario:

  1. "las peores lágrimas son aquellas que no se lloran"


    con tu permiso me voy a copiar esta frase, porque me parece que en el mundo real ocurre a diario y a muchas personas cercanas que a veces no nos damos cuenta, por ese motivo, por no llorarlas.

    de verdad que me ha llegado y sobre todo esa frase ya que podria decir que es lo que mas me gusto de todo.

    asi que con tu permiso la hago mia

    Saludos :)

    ResponderEliminar