jueves, 3 de abril de 2014

HUGO CAAMAÑO, CAP. 3: Cada uno decide en qué infierno quemarse

No había pegado ojo en toda la noche. La idea le rondaba la cabeza y le impedía entrar en fase onírica. ¿Qué pasaría si no conseguía ese trabajo? ¿Tanta dependencia le había creado el solo pensamiento de volver a pasar consulta? La verdad es que era un buen remedio contra las horas vacías… Sin embargo, la pregunta que más le atormentó fue de dónde había salido semejante ángel de fuego. Tuvo un sueño y se despertó con la sensación de que le dolía, contemplarla le dolía. Le abstraía; observarla le abstraía.

Como si de un episodio sangriento se tratase, su melena pelirroja le caía en la espalda, como un río de lava interminable en el que perderse. Más abajo, sus mejillas sonrojadas inspiraban ternura y compasión. Sus labios; le volvían locos sus labios. Cuando pensaba en ella aparecían, sensuales, diciendo algo que no alcanzaba a comprender. Casi hipnóticos; que te hacían perder la cabeza y que tu único objetivo en esta vida mortal, fuera besarlos.

A pesar de toda la locura que en él desataban aquellas dos golosinas que custodiaban su boca, lo que más le gustaba eran, indudablemente, sus ojos. Como dos entradas al cielo, como las puertas traseras al paraíso; un lugar en el que deambular cual errante en los pensamientos más oscuros. El color verde intenso recordaba a las selvas amazónicas. Hasta que no te fijases bien, no podrías entender el fuerte pigmento verduzco que desprendían, como la luz al pasar a través de las esmeraldas más puras.

El sueño que tuvo solo magnificaba aún más a ese ángel desalado de tez perfecta que se había cruzado en su camino. Hugo se encontraba sumido en el fondo de un lago frío y oscuro, en el que sonaba la canción de su película favorita con matices de ahogo. Cada vez, la escena se ralentizaba más y se volvía pausada, sintiendo que la muerte se abalanzaba sobre él. Y de repente, llegaba ella. Llevaba un largo vestido blanco de gasa, que ondeaba al mismo compás que su melena incandescente. Brillaba, por sí sola, y mucho más con el reflejo de la luna. Le lanzaba un beso, uno de esos que se queda flotando en el ambiente. Y entonces, todo se tornaba seco, más rápido, sonaba la música al ritmo adecuado, la sensación de ahogo desaparecía y la oscuridad se trasformó en luz, una luz destellante que lo despertó, con los primeros rayos de sol que la mañana le ofrecía a Hugo.

Se vistió elegante, como siempre, y se dispuso a ir al ayuntamiento. Cordialidad ante todo. El edificio no era gran cosa, pero tampoco se esperaba más de un pueblo de aquellas dimensiones. La secretaria le envió a la puerta de un despacho, el de Vicente Acevedo. Este le recibió con un gesto amable, confiado, casi familiar. La situación fue comentada: que era nuevo, que no conocía el pueblo ni a sus gentes, que los forasteros no eran bien acogidos… y que era su vecino. De todas formas, si algo había aprendido Hugo con el tiempo, era a hablar; su abuelo le decía “hablas como tu madre y escribes como tu padre”, al parecer, lo único bueno que había heredado de ellos. El trabajo era suyo. Pasaría consulta en su casa, él se conseguiría el material necesario por el momento y el salario no cubriría sus necesidades primarias. A pesar de todo esto, se sintió afortunado de volver a ejercer.

Ya era media mañana y Hugo tenía hambre pero había muchas cosas que preparar, entre ellas, habilitar una consulta. Así que fue a casa y sin perder un ápice de su tiempo, comenzó una pequeña mudanza interna.

Satisfecho con el resultado, decidió que esa noche saldría a tomarse una cerveza, era sábado. Él no era muy dado a eso, pero el sentimiento de revoloteo que sentía en su estómago al pensar en Lucía fue lo que le impulsó a salir, para ver si la casualidad hacía mella en el destino y este intercedía, volviéndolos a cruzar.

Se puso un par de gotas de perfume; uno que lo envolvía de intenso magnetismo masculino. No sabía con qué panorama se iba a encontrar, pero no le importaba. La tarde fue más fría de lo esperado, y eso no invitaba a poner un pie en la calle. Hugo, decidido, fue al centro del pueblo. Gratamente sorprendido, se encontró un espectáculo muy distinto al del primer día que llegó: muchos jóvenes bailaban en la plaza, bordeada con farolillos de colores y con la banda tocando alegres baladas. Todos reían, ajenos a su presencia. Las muchachas iban con las  únicas faldas de su armario, orgullosas de que el vuelo de la prenda las acompañara en cada giro.

Se hizo algo de silencio cuando se reparó en la silueta del doctor. Era tan diferente a los demás, que desprendía esa magia incapaz de ser trasmitida por los otros varones. A más de una se le escapó una risilla nerviosa, y todos esos ojos lujuriosos que le miraban, le sentaron bien. Estaba cambiado, más galante y despreocupado. Deseoso de verla, deambuló por las distintas casetas de comida recién hecha que ofrecían calor a los asistentes al baile. No se equivocó, ahí estaba Lucía radiante, con un vestido verde que hacía juego con sus ojos. La cinta que le recogía el pelo, la hacía más hermosa, dejando ver con totalidad las pecas que le cubrían la piel. Sin embargo, le flojearon las piernas al verla con otro, dándole vueltas cual delicada muñeca de porcelana, de estas que hacen que te quedes embelesado mirando la caja de música que gobiernan. La verdad es que no había barajado esa posibilidad…pero al fin y al cabo era muy joven y bella, lo más normal era que medio pueblo se derritiese a sus pies.

En un arrebato de pasión, tan impropio de él, fue a la barra de bebida del Parrulo Coxo y se tomó del tirón un par de vasos de algo que desconocía, pero que le quemó la garganta y le penetró hondo. No debería seguir, él sabía cómo de malo era eso. Pero daba igual. La vista comenzó a nublarse y la ley de la gravedad parecía cambiar el universo de lugar. Pero daba igual.
Se le acercó una chica con bastante gracia al moverse. Parecía que quisiera sacarlo a bailar. Sólo recuerda una bonita sonrisa y las miles de vueltas que le hizo dar. No presentaba ningún tipo de interés en ella. En aquel aturdido mundo patas arriba, vio la cara de desaprobación de su ángel. Intentó decirle cualquier cosa, pero si de algo era consciente, era del ridículo que estaba haciendo. Supo más tarde que ese chico con el que bailaba Lucía era el hijo de la panadera Juani, y estaba prometido con la hija menor de Rodolfo, el veterinario. Allí parecía que cada uno tenía asignado una persona con la que cumplir, un papel que representar, les gustase o no. Todos menos Lucía, que era ese espíritu libre, esa hoja que danza con el viento y que no pertenece a nadie. Intentó ir detrás de ella, pero no estaba en condiciones y tampoco habría sabido qué decirle.
Con dificultad encontró su casa. Metió la llave en la cerradura torpemente y se subió a la cama. Perjuró que jamás volvería a hacer algo así. Esa noche, volvió a tener la misma pesadilla, pero esta vez ella no estaba para salvarlo de la asfixia, y moría ahogado en la más profunda oscuridad.

Se despertó, de nuevo con un destello en la cara. El sonido de uno de los gallos que cacareaba en la lejanía le martilleó la cabeza. Ya no tenía edad para estas cosas, se repitió así mismo una y otra vez. El café oscuro le espabiló un poco y justo antes de comenzar a tocar la primera nota con su violín, llamaron a la puerta. Los golpes fuertes le molestaban, y mucho más si lo interrumpían antes de hacer algo tan importante como era acariciar su preciado instrumento.

Una señora de aspecto campestre y su hija le esperaban en el portal. Se veía el ansia y la curiosidad en sus ojos y, aquello de que venían para que le mirase a la joven unos eccemas en las manos, no era más que una excusa para cotillear e intentar colocársela. Al parecer había corrido la voz de que era el nuevo doctor del pueblo y del espectáculo que dio la pasada noche, en lo que pudo considerarse su tarjeta de presentación. Por eso, estaba seguro de que a lo largo del día, recibiría más visitas de intranquilas madres por el futuro de sus hijas.

Se notaba que la “niña” sabía que esa irritación era producto de la alergia, aunque su madre insistía en una atención exhaustiva a toda su superficie corporal. Hugo, decidió inteligentemente, sacar a la progenitora de la habitación y hablar con la paciente. En menos de cinco minutos, ambas habían salido de allí con un antihistamínico.

Pasaron unas cuantas horas y ya era de noche cuando volvieron a llamar. Era Lucía. Hugo se avergonzó de no haberse afeitado, pero la muchacha parecía alarmada y no reparó en su aspecto. Una mujer se había puesto de parto cerca de allí. Tomaron camino sin hablar de lo sucedido la noche anterior y llegaron apresurados a la casa. Ya estaba dilatada y la sangre brotaba de manera incontrolada. Marta sudaba y gritaba como si de una tortura se tratase. Tras un laborioso trabajo, Hugo ayudó a que Martín, el pequeño integrante de esa familia, saliera adelante y le otorgó con el mayor regalo del mundo: la vida.

Hugo y Lucía salieron de allí cansados a la vez que maravillados. No hablaron, ni tan solo se miraron. Sin embargo, pasó algo extraño. Ella se paró en seco en medio del prado. Estaba oscuro, pero las estrellas contrarrestaban la opacidad de la noche. Comenzó a bailar, alzando los brazos y las piernas. No hacía falta música porque parecía un auténtico espíritu sacado del infierno más hermoso, capaz de atrapar a cualquiera entre sus movimientos. Se le acercó, despacio, sin brusquedades, solo mirándole. Hugo, que se sentía tan intimidado, parecía sufrir una arritmia. Lucía, cuyo nombre describía esos fuegos artificiales que salían de su alma cada vez que respiraba, le rodeó con los brazos y le besó. Era un beso silencioso, atrevido y tímido, lujurioso y calmado, cargado de amor y de deseo. Era simplemente increíble. Se despegaron sus labios y Hugo le preguntó cómo era posible que sucediera eso después de su comportamiento. Ella le explicó que no era como los demás, que tenía un corazón noble, como los leones. Que era fuerte, protector, inteligente, diferente, prohibido. Y que cada uno, decide en qué infierno quemarse.

Siguieron besándose de camino a casa del doctor, y una vez allí, desataron una guerra en su cama, una guerra en la que los dos ganaron orgasmos profundos y sudores de amor.

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