Lo mejor de todo fue besarse sin saber que comenzarían una revolución. La evolución de pequeña oruga a mariposa, la metamorfosis más bella que jamás le pudo ocurrir.
Se distraían con la suave caída de las hojas en otoño, con cómo se derretían los copos de nieve en invierno. Admiraban el florecer de los almendros y sus tonos rosáceos y vislumbraban con asombro los primeros rayos de sol del verano.
Todo esto, junto con las sensaciones de sus sentidos más desarrollados, pasó a tener menor relevancia cuando sus ojos se enrolaron en semejante locura. Y fue curioso cómo algo tan precioso fue tan efímero, como el tiempo en que aquellos copos tardaban en fundirse.
Pero para comenzar su historia primero hubieron de cometer muchos errores. Quizá el primero fue creer que el amor era algo barato que comprar en los labios de la primera persona que estuviera de oferta, y que el deseo de sus curvas paliaría la sed de placer inmediato. El segundo, y tal vez más importante, fue pensar que el amor no existía, que era una cosa que muy pocos alcanzaban enajenados por una ilusión transitoria. De esto se perdieron muchos momentos mágicos entrelazados entre los brazos de alguien que les diese calor. Finalmente, obviar que las cosas grandes comienzan con algo tan simple como miradas fugaces o suspiros repentinos en la barra de cualquier bar.

Enloquecieron. En poco tiempo se bebían mutuamente sin descanso. Era tan inexplicable que no merece la pena esforzarse en definir algo tan surrealista y a la vez tan real como que la vida se agota, igual que el amor. Es lo que tienen las primaveras, los sonidos definidos, la fugacidad y los colores de una sombra. Terminó, y fueron felices después de eso, pero nunca de la misma manera, nunca maravillados ante esas tres creencias que desmintieron en el momento de conocerse.
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