jueves, 9 de julio de 2015

Las sirenas

Unos días atrás fuimos las tres, como siempre, al apartamento de siempre, con la piscina de siempre, el sofá naranja de siempre, la nevera llena con las mismas cosas, las maletas de  siempre, las asombrosas ganas de siempre.  Al llegar, pudimos notar el característico olor que parecía impregnado ya en aquel lugar. Nos trajo recuerdos maravillosos; hasta se oían las risas de nuestros “yos” pasados en el sofá. Nos sentíamos seguras allí, las unas con las otras, procurando comernos el mundo poco a poco para disfrutar de cada bocado.

Aquella tarde en la playa parecía que sonase de fondo una balada suave que acompañaba al viento. El relente de las noches anteriores se hizo presente de nuevo, atrapándose en tu piel y haciéndonos parecer cansadas. Es lo que tiene la costa y es un problema cuando te desacostumbras a ello. Había ido yo sola, necesitaba estarlo en cierto modo aunque quería con locura a mis compañeras de viaje.

Caminé durante una hora por el paseo marítimo y entré a un bar. Durante mi paseo había estado cantándote, sabiendo que tenía la voz roncar de cantarte. Pedí un tequila con extra de sal. Creí que merecía la pena recordar aquellos besos de mar que me dabas. Tú me llamabas “sirena” y eras testigo de los deliciosos acordes que se escuchan entre la tierra y el mar cuando el sol reflejaba sus rayos en mi piel. Los kilómetros que nos separan comenzaron a ser suficientes para adoptar el valor; quizá solo necesitaba que supieras que el miedo huele bien, que en la carta dejó de haber el plato Esperanza. ¿Cómo podrías saber que estábamos condenados? Tal vez experimentando la huida en la noche y no echándote de menos.

Me tocaron el hombro. Supieron que había ido en esa dirección, que estuve pensando en la vida que me pesaba como plomo en la espalda, que no podía recibir miradas de fuego de nadie más, que no había dejado de fumarte y necesitaba parches de nicotina para desquitarme de ti. Sabían que me había pedido tequila, y que pienso que la mejor manera de curar las heridas es el limón. Ellas querían ser el parche y el azúcar que compensara lo ácido que había estado mi corazón.

Y entonces me acordé de que todas esas canciones que canté ya las había oído antes con ellas, de que no he vivido con nadie más noches de relente que con ellas, que ya nos conocían en aquel bar, que ellas son las sirenas del cuento que llevábamos viviendo desde hacía años. Me acordé, sin duda alguna, que ellas son las que siempre me han dado valor y que me encanta que en nuestra nevera lo que haya sea mayonesa y palitos de cangrejo. Porque cuando veo un sofá naranja, me vienen a la cabeza el melón con ron y unos bizcochos demasiado cocidos. Volvimos juntas a casa, a nuestro apartamento de siempre tras un baño en la piscina de siempre, cenando las mismas cosas y dándole un bocado de amistad al mundo que nos gustaba comernos juntas poquito a poco.



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