Me encantaba escribir al final del día aquello que me había gustado de ti. O de nosotros. O un recuerdo rápido y banal que evocaba aquel septiembre.
Era bonito. Como cuando hablábamos horas sobre el canto de las ballenas y cómo la canción que llevas por bandera te hace ser de cara a los demás.
A veces la melodía estaba tan vacía de ritmo que acababa muriendo en mis oídos con un portazo. Y es que enturbiar momentos con un veneno tan interno te hunde en el océano. Puede que nunca fuéramos ballenas, sino un par de peces irreconocibles el uno por el otro. O quizá simplemente predicábamos cosas distintas.
Anhelo escribirte cada noche. Pero el dolor que sentía por no nadar libre me ahogaba en una inspiración absoluta. Como un orgasmo que no te deja respirar, o esas cosquillas que rozan lo desagradable y lo placentero a la vez.
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