Era esa sensación de soledad la que le acechaba allá por donde iba. Quizá no fuese real, sino fruto de una imaginación creativa; sin embargo, no desaparecía. Tampoco le molestaba. Índia caminaba tranquila de camino al mercado para comprar leche y algo de fruta; en estas últimas semanas se había propuesto comer más sano desde que escuchó por casualidad una noche de desvelo en la parpadeante pantalla del televisor a un hombre que decía “el no tener tiempo ni idea de cocinar no es un impedimento para comer sano”. Un simple enunciado que despertó en ella lo que sería más tarde un creciente interés culinario. Cuando andaba sola, y esto sucedía la mayoría de las veces, sentía que la naturaleza la acompañaba: el aire, un olor a chocolate que inundaba el ambiente, la lluvia caía al compás de su paso e incluso podía apreciar un arrítmico conjunto de ladridos que en su totalidad formaban una armonía adorable. Además de en la naturaleza, Índia era muy dada a fijarse en las personas: en su ropa, cicatrices, gestos corporales, tics nerviosos… se cruzó con su profesor de matemáticas y le saludó correctamente. Llevaba una camiseta con motivos matemáticos tachados y desordenados que le recordaba a uno de sus exámenes de aritmética que tantas horas le costó aprenderse y que al final, como siempre que se proponía algo, consiguió sacar adelante con exitoso resultado. Pensó que tal vez aquella camiseta fue un regalo de navidad de alguno de sus parientes que, haciendo una agradable broma con el oficio que desempeñaba, fue bastante acertado. La verdad es que le gustaba y a partir de aquel día cada vez que su profesor llevó esa prenda a clase se acordaba del pensamiento que la inundó esa mañana de enero.
Llegó al mercado y distinguió los puestos de la familia Violero que desprendían notas armonizadas de caramelo y nueces. De entre la multitud le asaltó su propia idea de “comida sana” y se alejó rápidamente de esa fuente de deseo que su estómago pedía a gritos.Manzanas, uva, piña, naranjas… incluso sin ser la temporada había jugosa fruta que resplandecía bajo un sol invernal de esos que tanto se agradecen cuando los rayos llegan en contacto con la poca piel que la ropa te deja asomar. Metió la mano izquierda en el bolsillo del pantalón y con dificultad encontró el dinero suficiente para comprar un racimo de uva y medio kilo de naranjas. No necesitaba más se dijo, estaba sola en casa durante unos días y se le estropearía la fruta.
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