martes, 29 de abril de 2014

Así, pensando un poco en todo

Qué ganas tengo. La verdad es que lo he tenido tan claro siempre, que hasta me asusta pensar el poco apego que le tengo a mi pueblo, familia o amigos; aunque yo sé que realmente no se trata de poco apego, pues los quiero a todos infinitamente y si hay algo que me siento es san vicentera. Lo que realmente me pasa es sencillo: siempre he sido ese potrillo alado difícil de domar, abogada del diablo, defensora de las causas perdidas, etérea y soñadora. Creer en la magia del mundo, que es posible cambiarlo y que estamos aquí para ser felices son factores que también han influido para que no me sienta en casa de nadie y a la vez pueda hacer de casi cualquier sitio mi hogar.

Y eso es así, no tardo en acostumbrarme a los sitios, ni a los cambios, ni siquiera a las personas. Recuerdo una noche de hace dos años en la que me bajé del coche pensando en qué suerte tenía mi hermana mayor por hacer selectividad, tener 18 y desaparecer, pudiendo encontrar nuevas gentes y comerse el mundo. Ahora soy yo quien está en esa situación pero no me siento tan fuerte ni valiente, es más bien como estar a punto de saltar a un precipicio en el que abajo hay colocado un buen colchón que evita el fuerte impacto, pero que no quita el miedo. Es ese miedo, esa sensación de caer, de sentirte pluma y plomo a la vez la que voy a tener que vivir sí o sí. Y me muero de ganas como ya he dicho, aunque no me vaya a sacar el carné de conducir nada más ser mayor de edad ni salga a estudiar fuera de España, las posibilidades que se me ofrecen son enormes; y pienso subirme a todos los trenes que sea y aprovecharlo. ¿Va a ser duro? No lo dudo. ¿Voy a tener ganas de abandonar? Ya lo creo. ¿Voy a llorar? Como la que más. Pero también sé que si no lo hago, si no salto, me quedaré anclada y me preguntaré constantemente cómo fui tan cobarde de permitir que algo así se me fuera de las manos.


Qué asombroso me parece que haya personas que, teniendo la oportunidad de marcharse, decidan quedarse por el novio/a, los amigos, porque no se ven capaces de vivir solos…¿en qué piensan? Hay gente que sacrificaría muchísimo por lo mismo que ellos rechazan sin reparo ni vergüenza a decir que “vivir en casa es muy cómodo”. ¿CÓMODO? Dios, claro que es más cómodo, pero creo que es este año el punto de inflexión en el que hemos de arriesgarnos y suplantar comodidad por sacrificio y pasividad por valentía. Al fin y al cabo, se trata de echarle un par, sonreír y superar.

martes, 22 de abril de 2014

Diario de un corazón enamorado

Porque mientras mi último latido esté presente en este mundo, estaré luchando junto a ti, y cuando mis fuerzas emigren hasta otro universo, la mitad de tu persona estará conmigo. Porque eres tan grande que abarcas hasta el último pedazo de mi alma. Es posible, que si hiciese un esfuerzo similar al de arrancarme la piel, pudiera llegar a olvidarte algún día. Mil losas caerían sobre mi si eso llegase a ocurrir y, sería entonces y solo entonces, cuando dejaría de sentir aprecio por mi vida mortal; pues el único objetivo que
persigo es el de hacerte feliz.  




Probablemente, antes de que ese fatídico momento tuviese cabida, encendería hogueras en los desiertos más helados, llevaría el atlántico hasta las dunas doradas y haría más brillantes todas las estrellas del firmamento, para demostrarte que todo lo que me mueve es la ilusión de rodearte con los brazos y de no soltarte jamás.



Quizá sea un estúpido por amarte tanto y que esto de que duela tan solo pensarte es una especie de veneno que noto me consume por dentro cuando no estás. Tengo pensado, con total seguridad, que los candados más fuertes no servirían para encerrar los sentimientos en mi corazón, pues tú lo llenas. Tu magia lo ilumina. Tu cuerpo lo desboca. Tu risa lo hace latir. Tu mirada lo hace arder. Tu pensamiento lo hace inmortal. Tu forma de caminar lo enardece. Tu locura lo hace más grande.



Y no, ni el viento más enfurecido, ni el miedo más fuerte, ni la tristeza más abrumadora, ni siquiera las dudas más perturbadoras te conseguirán apartar. Porque sí amor, mientras mi último latido esté presente en este mundo, estaré luchando junto a ti.

domingo, 20 de abril de 2014

Esto no es un relato.

Supongo que será normal, esta sensación de no saber qué te espera, si estás haciendo lo correcto, de pensar que muchos ámbitos de tu vida se desmoronan, como un castillo de arena frente al viento. Esto de tener las cosas a medio atar y estar a merced de unos sentimientos que no controlamos. ¿Soledad? ¿Amor? ¿Celos? ¿Envidia? ¿Angustia? Tal vez...¿indignación? Toda una receta que nos lleva a saborear un postre de lo menos agradable y a descubrir que todavía se puede estar más hundido. Siempre se puede estar más hundido. Siempre puedes sentirte más solo y vacío por dentro. Siempre puedes experimentar más dolor; hasta que llegue un punto en que nada duela. La anestesia de los fuertes.

Espera. Respira un par de veces. Mira para arriba. Eh, tal vez no estés tan mal. Vuelve a hacerlo, toma aire. Ahora, comienza a creértelo: soy grande. No, no es tan fácil en absoluto. Se necesitan ánimos, apoyo, autocontrol...etc. Puedo pensar en algo eficaz como hacer una lista de sueños y de objetivos. También escribe todo lo que te duela (pero escríbelo siendo sincero, si te autoengañas, en fin, estás perdiendo a tu único aliado real, que eres tú mismo) y vete a un sitio a gritar hasta que la garganta te arda tanto como todas esas cosas que te queman por dentro. 


En efecto, esto no es un relato. Quiero intentar que os deis cuenta de que llegamos tan alto como queremos nos esforzamos. Puedes brillar, de muchas formas, y escoger la que más te guste. Para eso no hace falta más que preparación, rendimiento, trabajo, sacrificio, una pequeña pizca de talento y, sobretodo, ganas. Todas ellas palabras clave para lograr ser la persona que quieres ser. No me malinterpretéis por favor, podríais ser dibujantes de sonrisas en Nueva Zelanda y esto también lo tendríais que aplicar; no solo hay que ser bueno si eres abogado, médico o ingeniero, no. Tanto si te dedicas a una cosa u otra en la vida, tienes que ser el mejor. ¿Por qué? Pues creo que porque para mí es importante saber que lo que hago lo hago con todo el empeño del que dispongo y que, si no me esfuerzo al 100% (independientemente del resultado final) no estoy contenta. ¿Es este un posible motivo de infelicidad o frustración? Probablemente, pero ya lo analizaré en otra ocasión.


Si ha quedado clara la primera idea (DÉJATE LA PIEL EN LO QUE QUIERAS) es hora de introducir la segunda...¿estás atento? Vale: LO QUE HAGAS, QUE SEA EN VIRTUD DE LA FELICIDAD. "La felicidad", aquello tan hedonista que nos han inculcado que hay que buscar. ¿Cómo puedes buscarla? Por favor, si alguien lo sabe que me ilustre. No se encuentra "la felicidad", no es un jersey. Es más bien como pintar un cuadro. Poco a poco se crea, en una mezcla más o menos perfecta de pinceladas que, al final y solo en su conjunto, acaban siendo una experiencia visual de lo más satisfactoria. Así es la felicidad, un aglomerado de experiencias que solo compartidas con quien de verdad quieras podrán llevarte a un estado de bienestar mucho más placentero que cualquier cosa. 


¿Acaso no vivimos para ser felices? En absoluto. Mirad a vuestro al rededor y veréis claros símbolos de infelicidad por doquier. Por supuesto están todas estas cosas que te alegran el día, pero "felicidad"...amigos, ahí entra la que os he dicho que es mi segunda idea: LO QUE HAGAS, QUE SEA EN VIRTUD DE LA FELICIDAD (tanto propia como ajena).


Finalmente quiero despedirme de esas sensaciones de las que hablaba al principio, al menos por un tiempo. Ya no me siento así, disfruto atando los cabos de mi vida y aunque de vez en cuando alguna cuerda se desate, ya no supone un desequilibrio. Sé que volverán y en menos de lo que mis expectativas lo desean, pero mientras, a disfrutar de este bello cuadro que estoy intentando pintar.

lunes, 7 de abril de 2014

Los mejores comienzos pueden surgir de los peores finales

¿Por qué negarnos a aceptar que todo tiene un principio y un final? Ni los comienzos son mejores que los finales ni estos últimos tienen siempre un carácter más trágico. Eso se lo damos nosotros cuando nos engañamos pensando que será eterno y, cuando nos aceramos al precipicio y toca decir adiós, todo se nos hace cuesta arriba. Parece que hasta hayas dejado de ser tú mismo, que tu existencia no tiene sentido, que todo lo vivido hasta entonces fue una ilusión y que tú, producto de tu propio engaño y cegado por la venda de la falsa eternidad, te has inducido en una pesadilla de la que no podrás salir.

¿Por qué hacemos eso? Incluso cuando hemos aprendido la lección volvemos a creer que el camino es llano y sin fin. Pues bien, el horizonte también es alcanzable. Todo lo que tengas no significará nada si no sabes emplearlo correctamente, lo mejor no te servirá si no lo usas empleando todo tu potencial y lo peor que tengas será lo que te obstaculice como no lo controles. Es tan fácil como poner toda tu fuerza en algo pero sin olvidar nunca que hay que saber incorporar los cambios, incluso cuando estos implican poner los pies en el cielo y darnos con la cabeza en el suelo.

No tengas miedo a saltar, probablemente te des un golpe al caer, pero seguro que aprenderás. Cada parte de si se hará más grande y las soluciones las irás encontrando en relación a lo que te esfuerces. Y si te equivocas siempre puedes elegir otro camino. De todas formas, la Tierra seguirá girando y la gravedad actuará sobre ti de la misma manera que los demás, lo alto que llegues solo depende de ti.

jueves, 3 de abril de 2014

HUGO CAAMAÑO, CAP. 3: Cada uno decide en qué infierno quemarse

No había pegado ojo en toda la noche. La idea le rondaba la cabeza y le impedía entrar en fase onírica. ¿Qué pasaría si no conseguía ese trabajo? ¿Tanta dependencia le había creado el solo pensamiento de volver a pasar consulta? La verdad es que era un buen remedio contra las horas vacías… Sin embargo, la pregunta que más le atormentó fue de dónde había salido semejante ángel de fuego. Tuvo un sueño y se despertó con la sensación de que le dolía, contemplarla le dolía. Le abstraía; observarla le abstraía.

Como si de un episodio sangriento se tratase, su melena pelirroja le caía en la espalda, como un río de lava interminable en el que perderse. Más abajo, sus mejillas sonrojadas inspiraban ternura y compasión. Sus labios; le volvían locos sus labios. Cuando pensaba en ella aparecían, sensuales, diciendo algo que no alcanzaba a comprender. Casi hipnóticos; que te hacían perder la cabeza y que tu único objetivo en esta vida mortal, fuera besarlos.

A pesar de toda la locura que en él desataban aquellas dos golosinas que custodiaban su boca, lo que más le gustaba eran, indudablemente, sus ojos. Como dos entradas al cielo, como las puertas traseras al paraíso; un lugar en el que deambular cual errante en los pensamientos más oscuros. El color verde intenso recordaba a las selvas amazónicas. Hasta que no te fijases bien, no podrías entender el fuerte pigmento verduzco que desprendían, como la luz al pasar a través de las esmeraldas más puras.

El sueño que tuvo solo magnificaba aún más a ese ángel desalado de tez perfecta que se había cruzado en su camino. Hugo se encontraba sumido en el fondo de un lago frío y oscuro, en el que sonaba la canción de su película favorita con matices de ahogo. Cada vez, la escena se ralentizaba más y se volvía pausada, sintiendo que la muerte se abalanzaba sobre él. Y de repente, llegaba ella. Llevaba un largo vestido blanco de gasa, que ondeaba al mismo compás que su melena incandescente. Brillaba, por sí sola, y mucho más con el reflejo de la luna. Le lanzaba un beso, uno de esos que se queda flotando en el ambiente. Y entonces, todo se tornaba seco, más rápido, sonaba la música al ritmo adecuado, la sensación de ahogo desaparecía y la oscuridad se trasformó en luz, una luz destellante que lo despertó, con los primeros rayos de sol que la mañana le ofrecía a Hugo.

Se vistió elegante, como siempre, y se dispuso a ir al ayuntamiento. Cordialidad ante todo. El edificio no era gran cosa, pero tampoco se esperaba más de un pueblo de aquellas dimensiones. La secretaria le envió a la puerta de un despacho, el de Vicente Acevedo. Este le recibió con un gesto amable, confiado, casi familiar. La situación fue comentada: que era nuevo, que no conocía el pueblo ni a sus gentes, que los forasteros no eran bien acogidos… y que era su vecino. De todas formas, si algo había aprendido Hugo con el tiempo, era a hablar; su abuelo le decía “hablas como tu madre y escribes como tu padre”, al parecer, lo único bueno que había heredado de ellos. El trabajo era suyo. Pasaría consulta en su casa, él se conseguiría el material necesario por el momento y el salario no cubriría sus necesidades primarias. A pesar de todo esto, se sintió afortunado de volver a ejercer.

Ya era media mañana y Hugo tenía hambre pero había muchas cosas que preparar, entre ellas, habilitar una consulta. Así que fue a casa y sin perder un ápice de su tiempo, comenzó una pequeña mudanza interna.

Satisfecho con el resultado, decidió que esa noche saldría a tomarse una cerveza, era sábado. Él no era muy dado a eso, pero el sentimiento de revoloteo que sentía en su estómago al pensar en Lucía fue lo que le impulsó a salir, para ver si la casualidad hacía mella en el destino y este intercedía, volviéndolos a cruzar.

Se puso un par de gotas de perfume; uno que lo envolvía de intenso magnetismo masculino. No sabía con qué panorama se iba a encontrar, pero no le importaba. La tarde fue más fría de lo esperado, y eso no invitaba a poner un pie en la calle. Hugo, decidido, fue al centro del pueblo. Gratamente sorprendido, se encontró un espectáculo muy distinto al del primer día que llegó: muchos jóvenes bailaban en la plaza, bordeada con farolillos de colores y con la banda tocando alegres baladas. Todos reían, ajenos a su presencia. Las muchachas iban con las  únicas faldas de su armario, orgullosas de que el vuelo de la prenda las acompañara en cada giro.

Se hizo algo de silencio cuando se reparó en la silueta del doctor. Era tan diferente a los demás, que desprendía esa magia incapaz de ser trasmitida por los otros varones. A más de una se le escapó una risilla nerviosa, y todos esos ojos lujuriosos que le miraban, le sentaron bien. Estaba cambiado, más galante y despreocupado. Deseoso de verla, deambuló por las distintas casetas de comida recién hecha que ofrecían calor a los asistentes al baile. No se equivocó, ahí estaba Lucía radiante, con un vestido verde que hacía juego con sus ojos. La cinta que le recogía el pelo, la hacía más hermosa, dejando ver con totalidad las pecas que le cubrían la piel. Sin embargo, le flojearon las piernas al verla con otro, dándole vueltas cual delicada muñeca de porcelana, de estas que hacen que te quedes embelesado mirando la caja de música que gobiernan. La verdad es que no había barajado esa posibilidad…pero al fin y al cabo era muy joven y bella, lo más normal era que medio pueblo se derritiese a sus pies.

En un arrebato de pasión, tan impropio de él, fue a la barra de bebida del Parrulo Coxo y se tomó del tirón un par de vasos de algo que desconocía, pero que le quemó la garganta y le penetró hondo. No debería seguir, él sabía cómo de malo era eso. Pero daba igual. La vista comenzó a nublarse y la ley de la gravedad parecía cambiar el universo de lugar. Pero daba igual.
Se le acercó una chica con bastante gracia al moverse. Parecía que quisiera sacarlo a bailar. Sólo recuerda una bonita sonrisa y las miles de vueltas que le hizo dar. No presentaba ningún tipo de interés en ella. En aquel aturdido mundo patas arriba, vio la cara de desaprobación de su ángel. Intentó decirle cualquier cosa, pero si de algo era consciente, era del ridículo que estaba haciendo. Supo más tarde que ese chico con el que bailaba Lucía era el hijo de la panadera Juani, y estaba prometido con la hija menor de Rodolfo, el veterinario. Allí parecía que cada uno tenía asignado una persona con la que cumplir, un papel que representar, les gustase o no. Todos menos Lucía, que era ese espíritu libre, esa hoja que danza con el viento y que no pertenece a nadie. Intentó ir detrás de ella, pero no estaba en condiciones y tampoco habría sabido qué decirle.
Con dificultad encontró su casa. Metió la llave en la cerradura torpemente y se subió a la cama. Perjuró que jamás volvería a hacer algo así. Esa noche, volvió a tener la misma pesadilla, pero esta vez ella no estaba para salvarlo de la asfixia, y moría ahogado en la más profunda oscuridad.

Se despertó, de nuevo con un destello en la cara. El sonido de uno de los gallos que cacareaba en la lejanía le martilleó la cabeza. Ya no tenía edad para estas cosas, se repitió así mismo una y otra vez. El café oscuro le espabiló un poco y justo antes de comenzar a tocar la primera nota con su violín, llamaron a la puerta. Los golpes fuertes le molestaban, y mucho más si lo interrumpían antes de hacer algo tan importante como era acariciar su preciado instrumento.

Una señora de aspecto campestre y su hija le esperaban en el portal. Se veía el ansia y la curiosidad en sus ojos y, aquello de que venían para que le mirase a la joven unos eccemas en las manos, no era más que una excusa para cotillear e intentar colocársela. Al parecer había corrido la voz de que era el nuevo doctor del pueblo y del espectáculo que dio la pasada noche, en lo que pudo considerarse su tarjeta de presentación. Por eso, estaba seguro de que a lo largo del día, recibiría más visitas de intranquilas madres por el futuro de sus hijas.

Se notaba que la “niña” sabía que esa irritación era producto de la alergia, aunque su madre insistía en una atención exhaustiva a toda su superficie corporal. Hugo, decidió inteligentemente, sacar a la progenitora de la habitación y hablar con la paciente. En menos de cinco minutos, ambas habían salido de allí con un antihistamínico.

Pasaron unas cuantas horas y ya era de noche cuando volvieron a llamar. Era Lucía. Hugo se avergonzó de no haberse afeitado, pero la muchacha parecía alarmada y no reparó en su aspecto. Una mujer se había puesto de parto cerca de allí. Tomaron camino sin hablar de lo sucedido la noche anterior y llegaron apresurados a la casa. Ya estaba dilatada y la sangre brotaba de manera incontrolada. Marta sudaba y gritaba como si de una tortura se tratase. Tras un laborioso trabajo, Hugo ayudó a que Martín, el pequeño integrante de esa familia, saliera adelante y le otorgó con el mayor regalo del mundo: la vida.

Hugo y Lucía salieron de allí cansados a la vez que maravillados. No hablaron, ni tan solo se miraron. Sin embargo, pasó algo extraño. Ella se paró en seco en medio del prado. Estaba oscuro, pero las estrellas contrarrestaban la opacidad de la noche. Comenzó a bailar, alzando los brazos y las piernas. No hacía falta música porque parecía un auténtico espíritu sacado del infierno más hermoso, capaz de atrapar a cualquiera entre sus movimientos. Se le acercó, despacio, sin brusquedades, solo mirándole. Hugo, que se sentía tan intimidado, parecía sufrir una arritmia. Lucía, cuyo nombre describía esos fuegos artificiales que salían de su alma cada vez que respiraba, le rodeó con los brazos y le besó. Era un beso silencioso, atrevido y tímido, lujurioso y calmado, cargado de amor y de deseo. Era simplemente increíble. Se despegaron sus labios y Hugo le preguntó cómo era posible que sucediera eso después de su comportamiento. Ella le explicó que no era como los demás, que tenía un corazón noble, como los leones. Que era fuerte, protector, inteligente, diferente, prohibido. Y que cada uno, decide en qué infierno quemarse.

Siguieron besándose de camino a casa del doctor, y una vez allí, desataron una guerra en su cama, una guerra en la que los dos ganaron orgasmos profundos y sudores de amor.